CRÓNICAS DE LAS ISLAS GALÁPAGOS: SEYMUR NORTE & SANTA CRUZ
- Micaela Chutrau
- 26 jun 2016
- 8 Min. de lectura
El reino de la eterna lluvia y las tortugas gigantes
Dos días atrás mi papá y yo, sin ningún tipo de formación, habíamos decidido colgarnos dos tanques de oxígeno y saltar hacia las profundidades. Dos días atrás había también sentido que la calma existe, y esta debajo de las olas. Dos días atrás no habíamos emitido promesas, pero estaba implícito que esa experiencia se tendría que repetir. Nos pusimos firmes con Reneé, nuestro instructor de otra vez: argumentamos haber entendido como funcionaba el deporte, prometimos estar listos para un buceo de verdad. La respuesta fue simple: "estense mañana a las 7am en el local".
El itinerario contaba con los siguientes puntos: tiburones por la mañana, tortugas gigantes y una visita a los Gemelos por la tarde (aquella parte verde intenso de la Isla que solo había avistado desde la ventanilla del auto). Se repitió una vez más la rutina: nervios, tanques, pan de chocolate y saltos de espalda; y antes de que me diera cuenta ya estaba una vez más bajo el agua con los oídos amenazando con reventar. Mentiría si dijese que esta vez me costó menos bajar: mi cuerpo probó no estar fabricado para descender 10 metros bajo la superficie, pero tras varias descompresiones y omisiones de dolor conseguí lograrlo.
Esta vez, la calma que tapan las olas con su caos de espuma nos envolvió al instante, pero dentro de esa calma azul no tardaron en surgir las criaturas. Cuando uno realiza snorkel, dejando de lado el hecho que esta constantemente peleando contra la corriente, hay otro problema: uno es un observador, flota por encima de aquel mundo maravilloso con los ojos pegados al cristal, anonadado a la distancia. En el buceo en cambio, uno deja de observar para convertirse en un infiltrado, una presencia que nadie invitó pero que ya forma parte del paisaje submarino. ¿Recuerdan que la vez pasada dije que el peso del traje de buceo deja de sentirse cuando uno baja? Eso no es del todo cierto: hay una fuerza, un peso que te empuja para abajo, y si uno se distrae puede ignorar el hecho que es el su propio cuerpo lo que lo está haciendo descender. Esto mismo me pasó a mi que, jurando que eran las manos del instructor las que me guiaban hacia el fondo, no mostré la menor resistencia a la hora de estrellarme contra un par de rocas. No había de qué alarmarse, pero fue un recordatorio de la naturaleza peligrosa del deporte que estábamos practicando: haber llegado al fondo sin que el pecho nos explotase no era sinónimo de saber bucear.
Pasado este episodio, concentrada en mantener calmada mi respiración, comenzamos a recorrer el lugar: montañas de rocas emergían de entre la arena, hogar de cientos de corales coloridos y pececillos juguetones. Pronto descubriría que no todos los habitantes eran tan agradables. Nadaba yo distraída, concentrada en la fuerza de la corriente que nos arrastraba, cuando decidí mirar para abajo y llevarme un susto. Debajo mío, a apenas un metro, una Morena (algo así como una anguila color café), salió de entre las rocas con sus ojos desorbitados e intentó darme un tarascón. La situación me resultó tan irreal, la idea de estar atacada por un animal completamente igual a los secuaces de Úrsula en La Sirenita, que el susto no me llegó al cuerpo hasta más adelante cuando ya estaba arriba del bote. Alejándome del animal que ya comenzaba a volver a su escondite, busqué con la viste a Reneé y continué el viaje.
Nadamos a la par de cardúmenes gigantescos de peces azulados, nadamos a la par de manta rayas que se deslizaban a pocos centímetros de la arena; pero creo que ninguno de estos momentos se asemejó a cuando nos sujetamos de una de las rocas y esperamos quietos que tres tiburones nadaran en círculos por encima de nosotros. Como si el espectáculo no fuese suficiente, se les sumó una tortuga gigante y un tiburón martillo bebé (otro animal más para la lista). ¿Miedo? Estaba demasiado fascinada para tener miedo. Ya no estaba mirando a estos animales desde arriba, cuidando la manera en la cual movía las patas de rana: estaba observándolos desde abajo cruzar una y otra vez el resplandor del sol que intentaba colarse entre las olas. Me obligué a intentar recordar cada detalle de aquel momento, repitiéndome que probablemente nunca más lograría estar tan cerca de un tiburón. Claramente no sabía lo que ocurriría al día siguiente.
Compartíamos el bote con el mismo suizo del día anterior (aquel que iba rumbo a Perú a encontrarse con su hermana) y tres rubias de San Isidro con las que establecimos poco contacto. Una vez secos y con una buena porción de pan de chocolate en el estómago llegó el momento de pisar tierra para continuar la segunda parte del día. Debemos haber estado al menos una hora esperando a que Reneé y sus ayudantes desmantelaran todo el equipo de buceo del barco que horas atrás nos había mantenido a flote cerca de la costa de Seymur Norte, pero la espera valió la pena. Yo adelante; mi papá en la caja de la camioneta y las tres rubias atrás: encendimos los motores y partimos hacia aquel mundo dentro del mundo dentro del mundo que ya es Santa Cruz: la Parte Alta. Ahí, en aquel misterioso punto de la isla donde siempre llueve, los cáctuses de la costa se disuelven a humedad y la humedad cubre de musgo los troncos de los frondosos árboles. El bosque de escalesias, con sus caminos sin marcar indiferentes a nuestra intención de recorrer, se asemeja más a una jungla que a un bosque. Nos recibió con sus aves, barro y verde abundante pero, para nuestra sorpresa, con el cielo despejado. Dichosa era nuestra suerte de recorrer el reino de la eterna lluvia el único día que decidía no llover.
Había leído acerca de Los Gemelos en aquella época en la que Galápagos seguían siendo para mí un sueño en vez de un destino en un pasaje de avión, así que mis ojos tenían una idea de qué esperar. Reneé por su parte también se había encargado de ampliar mi información: la combinación de explosiones volcánicas y colapsos en los materiales de la tierra había creado depresiones en la mitad del bosque. El resultado: dos gigantescos cráteres, abriéndose paso en la mitad de la vegetación.

Tras caminar por el borde de estos dos abismos idénticos y acariciar el musgo de los árboles que todos los días había apreciado desde la ventanilla; tras tomar un par de fotos e insistir sobre el por qué no podíamos descender hasta el fondo; llegó el momento de continuar el recorrido. Sentí que habíamos vuelto del buceo al snorkel, del sumergirnos a observar desde la distancia, y me subí a la camioneta algo insatisfecha. No era mala la experiencia, eran las Islas y las cicatrices que me estaban creando: me estaba mal acostumbrando a ya no contentarme con la vista al borde del precipicio; ahora solo pensaba en saltar.
Vuelta en los senderos de tierra de Santa Cruz, mientras Reneé comenzaba a hacerme consultas judiciales (el revelar que estudio abogacía siempre desata un remolino de causas penales y multas) llegamos al Chato, hogar de las tortugas gigantes que le dan fama a las Islas. Una vez más, mi experiencia con estos seres tampoco era nula: las había observado ya detrás de varias barandas, en el Centro de Investigación Darwin y en Isabela. Nada se comparó con tenerlas en frente. Nos prestaron un par de botas y nos cobraron un par de impuestos (la "conservación" siempre es una excusa válida para tocarle el bolsillo a los turistas). Uno de los hombres del establecimiento del Chato (poco menos que un kiosco y un par de baños) nos prometió primero tortugas y luego túneles de lava. Explicó también que era nuestro deber movernos lentamente y con cuidado al lado de estas magnificas criaturas para no sobresaltarlas. Sobre la punta de nuestras botas y con los ojos alerta, comenzamos atravesar el barrial. El primer ejemplar lo disfrutamos ocultos desde los arbustos. Sin sospechar de nuestra presencia, aquella criatura de piel rocosa, casi como si le pesase el tiempo y los años, lentamente movió sus garras para avanzar medio metro antes de desplomarse para seguir pastando. Había algo mágico en sus movimientos, algo único en su esencia que nos capturó a nosotros los espectadores, haciéndonos contener el aliento hasta que resumió el pastoreo.
Esta era la vida de los reyes de Galápagos: pastar, dormir y reproducirse. Las reinas, ausentes en aquel momento, tienen que recorrer 10 km anualmente para ir a poner sus huevos, algo que les tomaba cerca de 6 meses, para luego regresar y recomenzar el proceso. Pero sus lentos movimientos no son más que el efecto de un pacto con el tiempo: las tortugas son conocidas por vivir hasta los 130 o más años (el Solitario George, conocido por haber sido el último ejemplar de su especie, murió a los 112), con la característica de crecer en tamaño hasta el día en el que se mueren. En los patrones de sus caparazones, estos animales esconden los secretos de las Islas; y pronto nos encontramos observándolos de cerca. La tortuga exhaló fuertemente, como un toro, al escucharnos llegar, escondiendo la cabeza y exhibiendo las garras, como piedra. Solo después de un rato que pasamos parados detrás de él, casi como si hubiese olvidado nuestra presencia, volvió a asomarse de entre su caparazón.
Ay Galápagos, qué me hiciste maldije en aquel momento mientras me agachaba para observar de cerca las figuras escamosas en la piel de la tortuga. No habían ni pasado diez días, y sentía que la mitad de las experiencias que alguna vez podría haber disfrutado estaban arruinadas. Ya no quería más ver a los tiburones a travez del vidrio de un acuario: ahora quería saltar adentro del tanque, observar su majestuosidad de cerca, sentir su presencia. Mejor aún, ya no quería que existiesen más ni los acuarios ni los zoológicos, quería a todas las criaturas libres donde pertenecían. El que las quiere ver que ojee un libro y que el valiente ahorre para un pasaje; que la naturaleza, esa misma que la humanidad tanto ha maltratado, no guarda resentimientos, y si le pedimos con respeto todavía nos deja todavía disfrutar de ella un rato.
Me desprendieron de las tortugas para invitarme a descender tierra abajo, barro abajo, directo hacia el centro de

uno de los túneles de lava que hay en Santa Cruz. Nos contaron antes de bajar, que estos eran el resultado de dos ríos de lava que habían colapsado uno sobre el otro; maravillas producto del peor de los caos, hijos de los volcanes como las Islas mismas. A la luz de nuestras linternas y las tenues luces que colgaban del techo, avanzamos con mi papá entre los charcos y el barro. No había mucho para ver adentro, pero tampoco es como sí un túnel de lava tiene que prestar atracciones adyacentes para ser entretenido. Ya estábamos por emerger a la superficie cuando nos dimos cuenta que, luego de un camino lleno de rocas resbaladizas para escalar y charcos para esquivar, todavía quedaba un último obstáculo: nos separaba la salida una abertura de 50 cm de alto, y el cuerpo a tierra (o cuerpo a barro mejor dicho) parecía ser la única salida. "Mal día para vestir de blanco" me reí en voz alta mientras arrastraba el cuerpo para llegar al otro lado.
Una vez de vuelta en el verde y la luz del día dimos por finalizada la aventura. Le agradecimos a Reneé por otro día espectacular y en menos de 15 minutos nos vimos rodeados una vez más del puerto y los cáctuses de Puerto Ayora. Acabamos de agregar a la lista otro buceo, nuevos animales, y convertir el verde del Chato en un recuerdo en vez de un simple paisaje de ventanilla. Pero había algo más, un problema que de a poco comenzaba a sentirse: las Islas me estaban cambiando. Uno, cuando tiene la suerte de vacacionar, se expone a momentos increíbles. Si tiene suerte, quizás alguno de ellos le producirá una epifania o le llevará a cuestionar un par de cosas, pero es consciente mientras atraviesa estos procesos que nada de eso es permanente. Uno, cuando tiene la suerte de vacacionar, sabe que en el mundo real estos se van a convertir en recuerdos, fotos para poner en un estante y sacar a la luz en algún asado con amigos. Yo sabía esto, pero también sabía que mi travesía por las Islas iba camino a convertirse en una revelación antes que en la foto de un álbum. En su momento descarté el pensamiento, me concentré en los días que nos quedaban. En su momento no sospeché que podía pasar un año entero y la idea aún estaría ahí, rehusada a abandonar mi cabeza.
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