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CRONICAS DE LAS ISLAS GALÁPAGOS: SEYMUR NORTE

  • Foto del escritor: Micaela Chutrau
    Micaela Chutrau
  • 21 jun 2016
  • 9 Min. de lectura

"Queremos tiburones"

La mañana del día de la primera vez que me anime a calzarme un tanque de oxígeno en la espalda, pesas en las caderas y saltar fuera de un barco me encontré ya despierta cuando el despertador de las 7 am quebró el silencio. Debían ser los nervios: el día anterior habíamos conocido a Reneé, el único instructor que había accedido a llevarnos a bucear aún sin tener la documentación necesaria (y con "documentación", me refiero a la licencia que indicaba que sabíamos bucear). Me atrevo a llamarnos estúpidos antes que valientes a mi y a mi padre: querer bucear sin un curso completado es como querer subirse a la ruta sin saber manejar, salvo que hay riesgo de que te explote el corazón en vez de chocar. Sin embargo, había algo en nuestro interior que nos impedía dejar las islas sin antes probar lo que se sentía sumergirse por completo en el azul.

Tras un delicioso desayuno preparado por Judy y un intercambio de saludos con el resto de la familia por teléfono (recuerdo que era el cumpleaños de mi hermana menor) pedimos un taxi y comenzamos el trayecto hasta el otro lado de la isla. A medida que los 20 minutos que lleva atravesar la isla se diluían, descubrí que ya había comenzado a memorizar el patrón de mutación del paisaje rebelde de Santa Cruz. Sabía que la vegetación comenzaría a ponerse cada vez más húmeda y densa ya antes que lleguésemos a la región del Chato (aquella en la que siempre esta lloviendo) y supe que las plantas de achicarían hasta volver a predominar los cáctuses aún antes de habernos acercado del todo al puerto. Una vez allí, vimos como se desplegaron delante nuestro los tanques de oxígeno, y abordamos un pequeño barco que nos llevaría hasta la orilla de Seymur Norte. Compartían la embarcación con nosotros muestras de todo Europa: un alemán muy simpático, una inglesa y un curioso holandés con ya 4 meses de viaje al hombro y el objetivo de encontrarse con su hermana en Perú en su horizonte. Todos con experiencia en buceo, todos con las licencias al día. Mi padre y yo, intercambiando miradas nerviosas con el instructor, no podíamos evitar sentirnos como unos infiltrados.

Debido a la desproporción de experiencia entre nuestros compañeros y nosotros, nuestro instructor nos dijo que primero daría una vuelta con ellos para luego estar totalmente atentos a lo que hiciéramos nosotros. Nos dio la opción de hacer snorkel con su compañero mientras esperábamos y naturalmente nos encontramos dentro del agua poco tiempo después. No había mucho para ver más que un par de peces, parecía ser que lo interesante ocurría muchos metros más abajo. Lo que sí, nos enfrentamos contra una corriente poderosa, y en una de esas me encontré preguntándome cómo mi papá, que era un puntito en la distancia, iba a arreglárselas para volver. De todas formas, lo más interesante de la actividad no fue ni los pocos peces, ni la hermosa vista; si no más bien el compañero del instructor. Era un niño de apenas 16 años criado ahí mismo en Santa Cruz. El chico practicaba apnea y conseguía quedarse hasta 2 minutos enteros bajo el agua. También era capaz de sumergirse hasta cerca de cinco metros, algo que apenas lo intenté descubrí que puede explotarte los oídos tras el cambio de presión. Al verlo ir y venir desde la superficie hasta el fondo, me encontré formulando una pregunta que todos los lugareños eventualmente me llevarían a preguntarme: ¿qué es mejor entonces, criarse en la civilización o tener a la marea y a los peces por escuela? Soy consciente que este es el momento en el que la mitad revolea los ojos, me habla de cosas sustancialmente incomparables y deja de escucharme. Pero yo insisto: si nos darían la posibilidad de tener un diploma ó poder aguantar 2 min bajo el agua y todos los días ver cosas maravillosas ¿qué eligierais? Sin lugar a dudas, son dos vidas completamente distintas, cada una con sus beneficios y consecuencias. El diploma abre puertas que los peces ignoran, pero esas puertas generalmente son para poder escaparnos por 10 días a estar con esos mismos peces. ¿Qué puerta puede querer abrir uno cuando ya vive en un lugar que te da todo lo que se necesita?

Pronto nos vimos de nuevo en la lancha almorzando sandwiches y pan de chocolate, listos para nuestro primer buceo. Comenzaron a

ponernos el equipo. No sabía que pesaba más: las pesas en el cinturón, el tanque de oxígeno o los nervios de saltar del bote. Una vez que todo estuvo preparado, creo que la última palabra que podría haber utilizado para describirme hubiese sido "lista", pero cuando Reneé dijo "¡tres!" cerré los ojos y me deje caer hasta dar contra las olas. Mientras batallaba para mantenerme a flote me sentía extraña, excesiva en cargamento, nerviosa. Pero poco a poco mientras desinflaba el chaleco y me sumergía comprendí que esto era por que con ese traje puesto la superficie ya había dejado de ser mi elemento: ahora le pertenecía al fondo del mar y sus maravillas. Mis oídos son extremadamente sensibles a los cambios de presión y me duelen ya desde el fondo de una pileta (dije que no estoy evolucionada para estas cosas), así que tan solo dos metros debajo comencé a hacer señales que mi cerebro estaba por explotar. Reneé me recordó entre señas que tenía que descompresar (cuándo te tapas la nariz y soplas para equalizar la presión en tu cuerpo), asi que respiré profundo y no me detuve hasta que el dolor lo hizo. Un par de metros más y, mientras que mi papá se desplazaba ya en el fondo yo volvía a sentir que el cerebro se me estaba tratando de escurrir por los tímpanos, asi que tuve que volver a pedir frenar. Dentro mío el corazón latía asustado, "no puedo, no puedo, sáquenme" me animé a pensar. Pero ya estaba ahí, había que seguir descompresando y, quizás, hasta aguantarse un poquito de dolor.

Y eso fue lo que hice, y para el momento en el cual llegamos al fondo 7 metros por debajo del oleaje comprendí que todo había valido la pena. Abrí los ojos bien fuerte y miré a mi alrededor: era una parte más de este complejo ecosistema. El traje ya no me pesaba, los oídos ya no me dolían y las patas de rana me permitían llegar a donde quisiese. Si no hubiese sido por el sabor asqueroso a oxígeno que tenía en la boca quizás hasta podría haberme olvidado del armatoste que tenía encima. Sin embargo, la fascinación que sentía no era ni los peces, ni por la gigantesca manta raya que no tardamos en encontrar: era por la sensación de extraña tranquilidad que sentía estando ahí abajo. "Bajo el mar la mente funciona distinto" nos dijo Reneé el instructor, "bajo el mar la mente se calla sobre lo que no le importa y presta atención a lo que tiene delante". Ahí solo hay un aquí y ahora, se incrementa la consciencia de estar vivo y se agudizan los instintos de alerta. En el mundo de los peces, los impuestos y guerras se diluyen a espuma, solo importan los colores en las escamas del cardumen que tienes delante o la distancia de precaución que hay que mantener con la manta raya que se desliza por la arena.

Para el momento en el cual ví que la punta de la lancha tocaba el puerto las batallas contra el agua me habían dejado el cuerpo agotado. La pileta del hotel, la cama con una siesta incluso, intentaron seducirnos; pero no, había demasiado para tachar de la lista. Pedimos un taxi para Puerto Ayora y tras presenciar una vez más aquella rotación de vegetación nos encontramos corriendo para llegar al Espacio de Investigación Darwin. Este sitio se encuentra a tan solo unos pasos de Puerto Ayora, y es conocido como el lugar en el cual preservan a las tortugas gigantes de Galápagos. No es por menospreciar, el trabajo que realizan ahí es esencial para preservar a estos increíbles animales, pero no hay vuelta atrás después de haber experimentado lo que es tener a un animal al lado en total libertad. Mirando las tortugas detrás de la cerca, pensé en como ningún zoológico del mundo (los cuales en ese momento ya comenzaba a repudiar) podría volver a generarme algún tipo de emoción.

Corriendo, por que todo en Galápagos cierra a las 5PM., nos dispusimos llegar a Tortuga Bay. La entrada del sendero hacia la playa está a unas 20 cuadras del puerto, y una vez ahí nos esperaba cuarenta minutos de caminata. "Lo hacemos en 20" me dijo mi papá. Entre caminar las subidas y correr las bajadas, dejamos de lado el disfrutar el sendero de cáctuses y nos concentramos en llegar al mar. Nos habían dicho que había dos playas, una Mansa y otra Brava, responsable por bastantes muertes debido a su fuerte corriente. La Brava era la primera, y perdí la cuenta de la cantidad de carteles y veces que nos rogaban que no nos metiésemos.

"¿Qué se piensan? ¿Qué somos estúpidos" nos decíamos con mi papá mientras nos continuaban bombardeando con advertencias visuales y auditivas.

Delante nuestro caminaba un peculiar personaje: un japonés que mantenía siempre el mismo paso tranquilo. Lo extraño era como nosotros, a las corridas, no parecíamos capaces de alcanzarlo. Ya estábamos por convencernos de que era un fantasma cuando los cáctuses se abrieron de par en par para dejarnos ver una playa de arena blanca. Ahí comprendí las advertencias: después de semejante caminata era verdaderamente difícil no ceder a la tentación de un chapuzón. Que ilógica que es la mente humana, tanto que nos jactamos del poder del razonamiento. De hecho, mientras nos quitábamos las sandalias y caminábamos por la orilla peleando el instinto de ir a nadar un rato nos cruzamos con la pareja de marplatences del primer día, ambos con las rodillas sumergidas en las aguas peligrosas mientras nos saludaban a lo lejos. En ese momento agitamos las cabezas en desaprobación, probablemente por que no sabíamos la estupidez que nosotros mismos estábamos por cometer.

15 minutos después, tras cruzar una comunidad de lagartos gigantes, estábamos en la segunda playa: una bahía se agua verdosa abriéndose paso entre la vegetación. Ahí nos vimos preguntándole a un ecuatoriano de rástas oscuras dónde podíamos hacer snorkel. "Si nadan hasta ahí", me apuntó a 200 metros de la orilla, "hay un canal que se llena de tiburones". Y no se si era el calor, la caminata, el hecho de que nos creíamos dioses luego de Isabella o qué otro tipo de razón ilógica; pero fuimos.

Mojamos los pies, luego los torsos y luego los lentes de las antiparras, avanzando lentamente hacia el lugar que nos habían indicado. Pero no fue hasta que llegamos al bordo del canal (que yo en mi mente reconocí como Black Turtle Cove) que nos percatamos de lo obvio: estábamos solos, en un lugar desconocido, metidos en unas aguas de visibilidad baja, buscando un cardumen de tiburones. ¿Qué carajo nos pasaba? Ante la realización de nuestro error en recrear el principio de cualquier película trágica mi corazón comenzó a acelerarse, pero traté de tranquilizarme con el hecho de que mi papá permanecía tranquilo (como si el tuviese más experiencia que yo en el tema). Al levantar la cabeza y ver lo lejos que estábamos de la orilla, también vi un par de pelícanos sentados en las rocas. Naturalmente, dado que nos habíamos detenido, reclamé una foto; pero al poco tiempo de estar manteniéndome a flote sonriendo lo escuché pegar un grito de dolor. "Creo que me corté" me dijo. Es el cliché de cualquier película, es la peor pesadilla de muchos y nos tocó vivirla: teníamos una herida ensangrentada al lado de un canal lleno de tiburones.

No escuché nada más que mi corazón mientras nadábamos a la orilla, demasiado concentrada en lo que podría estar atrás mío y sabiendo que el agua era demasiado turbia como para poder verlo a tiempo. Por mi mente cruzaron todos los conocimientos que en esos dos días había aprendido sobre los tiburones de Galápagos: que las tintoreras cazan de noche, que no lastiman personas, que no tenia por que pasarnos nada. Claro que todos estos datos no calculan la posibilidad de una herida ensangrentada, y en mi imaginación hasta jugaba con el dato de que la temporada de tiburones tigre ya había empezado. Salir del agua, algo sobre lo que tantas veces me había quejado, fue el mayor de los alivios, y una vez sentados en la arena comprobamos que una de las rocas le había dejado un tajo en toda la planta del pié.

Asi que esta fue mi primera experiencia con tiburones, y aunque solamente los vi siguiéndonos en mi imaginación créanme que fue aterradora. No lo sabía en aquel momento en el que intentaba recuperar el aliento en la orilla de Tortuga Bay, pero para el próximo gran susto solo tendría que esperar al día siguiente.

Camino de vuelta a Puerto Ayora, a paso lento por el pie dolorido de mi padre, nos cruzamos con las hermanas brasileñas que habíamos conocido en Isabela, y ambas nos saludaron con la calidez que caracteriza su tierra. Sin perder el tiempo y buscando vencer las trabas del idioma, mi papá y yo nos tomamos turnos para contar lo que nos acababa de pasar. Aunque había sido una situación aterrorizante, podia ver como la aventura a mi papá le iluminaba los ojos; y mientras lo escuchaba intentar narrar la historia no pude evitar pensar en el chico de 16 años que acompañaba a Reneé aquella mañana en el barco. No pude evitar preguntarme si este era el tipo de historias que compartía con su familia todas las noches cuando se sentaba a disfrutar la cena.

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