CUATRO RUEDAS vs LA COSTA OESTE: VENTURA
- Micaela Chutrau
- 21 jun 2016
- 4 Min. de lectura
El pueblo sin nada para hacer
No hay peor manera de enterarse de un problema que cuando nos toman por sorpresa: a veces es mejor ese sentimiento amargo, ese presentimiento de que algo malo va a pasar porque mínimamente habilita la satisfacción de decir "lo sabía". Si las malas noticias llegan sin previo aviso, existe el riesgo de congelarse. Llegamos a Ventura distraídos por el atardecer, algo cansados de la ruta y ansiosos por comenzar a descubrir el mundo de maravillas que habita en ese pedazo de Autopista Nº 1 entre Los Angeles y San Francisco. Toda esa energía y ansiedad sin embargo, fue pinchada como un globo al final de un cumpleaños cuando me acerqué al mostrador del hostel a buscar la opinión local. "¿Qué hay para hacer acá?" pregunté con el anotador en mano. "Y, la verdad que nada" me contestaron resignados del otro lado. Cundió el pánico: si el experto detrás del mostrador declara el aburrimiento en el lugar que tiene que promocionar el día automáticamente no se vuelve muy prometedor. Algo nerviosa, le comuniqué el veredicto a la familia. "Mejor" dijo mi papá "nos va a venir bien una buena bicicleteada".

No hizo falta decir más nada: cargamos las cámaras y subimos al auto. Ventura es un pueblo justo a la salida de Los Angeles, cuyo único propósito parece ser servir como retiro para aquellos abrumados por la urbe hollywoodense. Lo gobiernan los SPAs y los locales de masajes, pero no había ninguna manera en la que estos pudiesen distraernos de la costa californiana, así que apuntamos las cuatro ruedas hacia el Muelle. Ahí nos encontramos frente a una playa ordinaria, con un par de palmeras en la lejanía y el modesto muellecito alzando entre las olas con sus restaurantes de madera. Lo bueno de estar de viaje es que cuando uno no está haciendo nada sustancial la imaginación nos consume para crear juegos que en el mundo "real" la idea de una siesta o de mirar la televisión opacarian. Para nosotros, aquella mañana en la playa en la que escalamos una montaña de rocas al costado de la orilla y jugamos a la mancha con la marea se sintió como un rato en familia. Ya saben, esos momentos en los que uno se ataca de la risa, pero vale lo mismo si tiene una playa de Estados Unidos o la televisión con el Netflix enfrente, lo que importa es la compañía.
Pronto nos vimos caminando ya hacia el Muelle para disfrutar de un par de sandwiches, y mientras todos disputaban entre pollo o camarones yo me fuí a investigar dónde podía encontrar un alquiler de bicicletas en pleno "invierno". Me enteré pronto que, a pesar de los 25 grados, la mayoría de los puestos que prestan estos servicios cierran en los meses de Enero y Febrero, por lo cuál me mandaron de una punta de la playa a la otra persiguiendo un mero espejismo. Quizás las bicicletas no habían sido más que una excusa, quizás lo que verdaderamente quería era estar sola un rato. Es muy curioso el sentimiento que a uno lo invade cuando esta caminando solo por un lugar hermoso, como aquel caminito de madera con las olas y sus surfistas a mi izquierda y las palmeras haciéndome sombra. Supongo, que una vez que uno supera la nostalgia de no poder compartir lo que siente con nadie, lo invade un extraño sentimiento de libertad. Por un momento, no existe ese contratiempo de lo que va a querer hacer el otro. Uno frena, observa, sigue o ignora a su gusto, como un niño llorando ante el más minimo disconfort. Supopngo también que ese sentimiento al poco tiempo se agota, y ya estaba yo pegando la vuelta cuándo noté a un señor mayor en una bicicleta. Las canas en su barba y sobrepeso me indicaron que rondaría los 50 años, pero concentrada en la bicicleta me acerqué a hablarle. Me contestó lo mismo que todos, que la bici era suya y yo volví a dar media vuelta para ir a comunicarle a mi familia la derrota. No llegué a dar dos pasos que escuché que me preguntaba mi nombre, y algo titubeante le contesté. entonces lo escuché decir: "Micaela, want some weed?". Bueno, parece ser que a los SPAs y puestos de bicicletas cerrados, a Ventura también le podemos agregar la cantidad de mariguana que hay dando vueltas. Qué ganas de mantenerle el estereotipo a los surfistas. Al menos no volvía sin nada al reencuentro con mi familia, traía conmigo una anécdota.

No tardamos mucho más que lo que llevó devorar los sandwiches de camarones en descubrir que el hotel de al lado del Muelle (sí, y yo que me había caminado 10 cuadras para cada lado) no veía el invierno como un impedimento para alquilar bicicletas. Así que abonamos lo correspondiente y comenzamos a mover las piernas, todos sobre dos ruedas y mi hermana, también en un intento de crear anécdotas para el estante, en un triciclo muy cómico. Recorrimos así en fila toda la costa, pasando por palmeras, calles de hormigón y una o dos cabañas, pero siempre con el mar a nuestra derecha. No fue hasta que descubrimos que ya comenzábamos a dejar Ventura que decidimos girar los manubrios y emprender la vuelta.
Así terminó nuestro viaje por Ventura, un pueblo que a primera vista parecería no tener mucho para ofrecer. Sin embargo, si alguien me pregunta por qué no volvería a pisar Ventura no contestaría que es por falta de actividades, si no por falta de paisajes. Sus palmeras ordinarias pueden ser lindas pero de ninguna manera se asemejan a los cerros que bordean Santa Bárbara o los acantilados soñados del Big Sur. De todas maneras, quiero dejar aclarado que en mi opinión para visitar un lugar no hace falta que nos prometan Teatros Chinos o lobos marinos, a veces cuando los días sobran esta bueno dedicarle un día a estar con las personas que nos acompañan en vez de con el lugar que estamos visitando. Sí, quitaría a Ventura del itinerario, pero de ninguna manera quitaría las risas que compartí con mi familia corriendo los pies para que el agua no nos moje o el sentimiento del viento en nuestras caras mientras pedaleamos nuestras bicicletas en un intento inútil por alcanzar el horizonte.
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