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CUATRO RUEDAS VS LA COSTA OESTE: LOS ANGELES

  • Foto del escritor: Micaela Chutrau
    Micaela Chutrau
  • 14 jun 2016
  • 8 Min. de lectura

Destapando mitos del cine

"Camino esta calle solitaria, en el boulevard de los sueños rotos": si logramos ignorar el gigantesco cliché en el cual aquel guía, tras haber hecho todos sus intentos por ser gracioso, cayó cuando cito a Green Day mientras terminaba nuestro tour por las mansiones de

las estrellas sabremos que dijo una gran verdad. Ignoremos también la manera en la cual pecamos nosotros por turistas al contratar dicho tour: éramos una familia de 5 que por primera vez pisaba Los Angeles, e irnos sin morir de frío por tres horas viendo a lo lejos lo que nos decían con mucha convicción era la casa de Justin Timberlake parecía tan terrible como confesar no haber visitado el cartel de Hollywood. ¿Pero por qué hablar de sueños rotos cuando nos queremos referir a la ciudad del cine y las estrellas? Por que caminar una sola vez por Hollywood Boulevard y dejar que el filtro de glamour que cualquier cámara de television agrega caiga, convierte esa frase a la manera más poética de referirse al lugar. Con solo mirar un par de veces nos daríamos cuenta que por mas que Los Angeles pueda tener estilo, no hay absolutamente nada glamuroso sobre Hollywood, y los únicos sueños que se cumplen en esa esquina son los de aquellos que desearon disfrazarse con pelucas amarillentas de Marylin Monroe o barbas postizas del gordo de Que Paso Ayer y cobrarle por foto a los turistas frente al Teatro Chino. Si, repito, no hay glamour en Hollywood, y este es el primer mito que destaparíamos en los días que pasamos en una de las más conocidas ciudades de los Estados Unidos.

Comencemos por el principio: en un intento por abaratar costos innecesarios nos hospedamos en Anaheim, que esta a tan solo una hora de Los Angeles. Habíamos llevado a la conclusion que levantarse temprano y acostarse tarde no hacia diferencia a donde dormíamos, pero la realidad es que no contábamos con la eternidad y giros interminables que las rutas de California escondían. No se que tanto recomiendo a hacer esto, pero admito que es una muy buena idea para ahorrarse un par de dólares o guardarlos para invertirlos en otra cosa. Quizás si están viajando con un bebé y todo lo que eso significa (se levanta, come y acuesta a ciertas horas) significará una gigantesca perdida de tiempo, pero cada uno elige.

Entramos a la ciudad pasado el mediodía, sin mucha idea de cómo organizarnos ya que pronto descubriríamos que las distancias entre un punto del itinerario y el siguiente era mucho mas extensas de lo que habíamos calculado. Ese itinerario, vale aclarar, lo formaban todos los clichés que la ciudad puede contener (algo así como ir a Paris, tomarse una foto con la Torre Eiffel y jactarse de conocer el lugar) pero teniendo un viaje tan lleno de aventuras por delante decidimos darnos el gusto de jugar a ser turistas en una ciudad que además invitaba a serlo.

Arrancamos por el Teatro Chino, anfitrión de los más grandes estrenos del cine, que se esconde en Hollywood Boulevard (ese donde Green Day promete encontrar sueños rotos), hundido en un mar de turistas y malas imitaciones de personajes del cine. Una sola palabra emergió dentro de mi mente cuando entré al (pequeño) patio de cemento donde tantas estrellas grabaron sus manos para la eternidad: "sucio". Si, mientras nos arrodillábamos y apoyabamos las manos en el mismo lugar donde idolos como Grace Kelly o Maryl Streep habian tenido el honor de hacerlo (y probablmenente cientos de turistas y bichos habian tenido el honor de pisotear) no podia evitar notar la suciedad del lugar. Quizas era el estres del exceso de turistas, lo nublado que estaba ese dia o los papeles arrugados que habia amontonados en los costados, pero la recepción que Hollywood nos habia hecho no tenia mucho glamour para ofrecer. Esto tampoco nos privó de realizar el ritual: esperamos nuestros turnos y nos arrodillamos para apoyar las manos en los nombres que reconocíamos mientras sonreíamos para la foto. La gran entrada de arquitectura asiática fue testigo a nuestro asombro, mientras intentábamos calcular en nivel de mezcolanza que había en aquel cocteil de nombres y pisadas. Qué hacía el nombre de Michael Jackson al lado del de los protagonistas de Crepúsculo nunca entenderé, pero tampoco eramos nadie nosotros para, tras tan solo unas pocas horas, ponernos a juzgar a esta industria que le había dado luz y necesidad de pertenencia a los sueños de tantos.

Del Teatro Chino pasamos al Dobly Theatre, el cual se encuentra anexado al shopping gigantesco el cual luego atacamos en busca de un local para almorzar rápidamente. Este es el mismo teatro en el que, año tras año se ha celebrado la entrega de premios más famosa del cine: los Oscars. Resultaba casi irónico, luego de haber esquivado a las cientos de personas mal disfrazadas que acosaban a los turistas en su exterior, pensar como una de las ceremonias más prestigiosas se celebra en una de las partes mas bajas de Los Angeles. Quizás más que una ironía era más bien una metáfora: si éste era el distrito que servía de hogar para todos esos jóvenes que dejaban sus hogares para audicionar de día y limpiar mesas de noche, tenía sentido que un par de veces al año bajaran de entre sus nubes las estrellas para recordarles que el cielo sí puede estar al alcance de las manos. El teatro parecía estar haciendo bien su trabajo, disfrazado en la cotidianidad del día a día como una parte mas de una larga galería de negocios, expectante a que llegase nuevamente Febrero para posiblemente ser cubierto en luces y alfombras rojas. Probablemente si alguien no me lo señalaba, jamás se me hubiese ocurrido que esas minusculas escaleras tantas veces habian aparecido ampliadas en mi televisor con impresionantes vestidos barriendo sus pisos. Quién lo diria.

Tras un rápido almuerzo en el gigantesco shopping que se conecta con dicho teatro montamos a uno de los tours que contratamos en la calle: oh si, iriamos a conocer la casa de las estrellas. Bueno, "intentar observar a la distancia" parece ser más apropiado para describir la experiencia. Nos amontonamos los cinco en la parte de atrás de una camioneta sin techo (totalmente ignorando el frío que tomaría la ciudad en un par de horas) y nos decidimos a ignorar los chistes malos del conductor. Y sí, hubo comentarios que generaron revoleos de ojos, hubo casas demasiado lejos como para poder verlas, hubo vientos tan helados al caer la noche que nos tuvimos que tapar hasta las narices; pero no quiero hablar de eso. No me quedo con eso. Elijo mencionar el mirador al que nos llevaron primero, donde nos dieron apenas 10 minutos para correr hasta la cima y observar los cientos de casitas blancas que se extendían en la base de la montaña entre rutas y edificios. Elijo mencionar los ripios por los que manejó la camioneta, y como del otro lado del acantilado se escondían entre la maleza de los flashes y los chismes, los terrenos más costosos de Los Angeles. Elijo mencionar lo mucho que nos reímos ante las ocurrencias de algunas decoraciones, la plata mal gastada ya sea en estatuas gigantescas de mal gusto o árboles que valían millones importados del Japon por sus flores blancas. Elijo nuestro paseo por Beverlly Hills, el icónico Belfort Hotel de Pretty Woman, nuestro avistaje de autos con el costo para alimentar un país, y a las palmeras uniformemente mirándonos morir de frío desde la altura cuando el sol comenzó a esconderse. Elijo pensar en los contrastes, en como aquellas Marilyns de pelo amarillento y las mansiones impagables eran todas distintas caras de la misma moneda.

El segundo día lo arrancamos aún más temprano, conscientes de las distancias que íbamos a tener que recorrer si queríamos completar el itinerario. Los parques de Disney nos saludaron mientras nos alejábamos una vez más de Anahaim, pero logramos no caer en la tentación de visitarlos. La primera parada fue el cartel de Hollywood, erosionandose en la cima de un monte listo para su proximo papel en alguna escena dramática. El día anterior habíamos aprendido acerca de su origen: las grandes letras habían arrancado como un truco inmobiliario que leían "HOLLYWOODLAND", pero una inundación se llevó con las corrientes las últimas cuatro letras. Por supuesto que pensaron en sacarlo varias veces, eso es condición necesaria para representar alguna ciudad en el mundo. ¿Recuerdan todas esas películas en las que alguna rubia apareció cabizbaja arrastrando sus tacones y de la nada alzó los ojos para encontrarse bajo las gigantescas letras? Em, seh, en la realidad no funciona tan así. En el momento en el cual aparcamos el auto en el Observatorio de Ciencias descubrimos que si queríamos tomarnos una foto con el cartel nos esperaba cerca de una hora de caminata en subida. Y sí, como familia habíamos caminado más y en terrenos más empinados (claramente no con Juana colgado en la espalda de alguno) pero la promesa del otro lado siempre había sido una playa paradisíaca, una vista impagable, una catarata; no un cartel destartalado. Asi que analizamos los factores, los tiempos, el bienestar de mi hermanita y las demás cosas que teníamos que hacer ese día, y llegamos a la conclusión que era una perdida de tiempo. Ibamos tras una foto, no algo memorable, y la vista desde el lugar hasta el que habíamos escalado ya era increíble. De todas formas, dispuestas a llegar un poquito más alto, mi hermana y yo sí nos permitimos media hora para salirnos del camino y caminar cuidadosamente por un pequeño acantilado que daba a una construcción rocosa un tanto mas alta. Entre resbalones, cámaras casi perdidas en el vacio y cercas restringiendo el paso ignoradas, llegamos al lugar deseado. Ahí, sin pensarlo, escalamos una roca y le dimos la espalda al cartel para observar algo mucho más fascinante: la ciudad, emergiendo como flores blancas en la base de un cráter, de entre el verde y los cerros que la envuelven.

Bajamos corriendo la montaña y nos reencontramos con mis papás para partir hacia Beverlly Hills, aquella cuna de la ostentación que el día anterior solamente habíamos visto desde arriba de una camioneta envueltos para no morir congelados. Beverlly Hills es el lugar al que la mente de uno recurre cuando piensa en Los Angeles: uno la invoca y ve palmeras extendiendose al costado de la calle, mujeres de anteojos gigantes emergiendo con bolsas de tiendas carísimas, tiendas con artículos impagables. Pero esto no es Los Angeles, esto es solamente una cara de la ciudad. Con mi familia nos dedicamos a caminar observando los nombres de las tiendas y riéndonos de los precios, pero lo mejor del día fue darle importancia por única vez en todo el viaje a una actividad que normalmente tomamos como un trámite: el almuerzo. Para nosotros, las comidas suelen ser como ir a cargar nafta, un punto que es necesario solamente por que queremos continuar recorriendo. Sin embargo, hay que admitir que sentarse a comer en la mitad de Rodeo Drive es una experiencia tan propia del lugar como estar caminando entre los locales. Ahí se esconde al final de la calle un restaorante llamado 208 Rodeo Drive, que bajo su exterior y ubicación ostentosa esconde unos precios excesivamente razonables. Estados Unidos es un país que para disfrutar de su cultura gastronómica basta con entrar a un MacDonalds o a un Fridays, por lo que permitirse este tipo de experiencias esta bueno para cambiar un poco.

El día terminó con una visita al museo de cera de Madamme Tussou (premetií clichés y cumplí mi promesa), también conocido como el lugar en el que uno puede violar el espacio personal de cualquier celebridad sin conseguir una órden de restricción. Y no, aquí no hubo ni grandes atardeceres o momentos de epifanías filosóficas, pero uno no necesita ninguna de esas cosas para ponerse un par de pelucas y posar en fotos ridículas con su familia.

Al día siguiente comenzó la partida hacia Ventura, pero no sin antes dedicarle la mayor parte de las horas de luz solar al muelle de Santa Mónica. Para los que lo desconocen, es ese muellecito con la colorida vuelta al mundo, algodones de azucar y los carteles promocionando el final de la Ruta 66 siendo vendidos en todos los rincones. Pasamos la mañana caminando el muelle de punta a punta, subiendo a las atracciones de colores brillantes y buscando lobos marinos en el borde del muelle. Nos íbamos así de Los Ángeles, aquella mezcla de ciudad enorme, glamour y desesperación, mansiones y montaña. Delante nuestro desaparecieron los edificios, y sabíamos que no los volveriamos a verlos hasta cruzar el puente de San Francisco. Poco nos molestaba tampoco, nos alejabamos de lo cliché para encarar lo desconocido. Asi que mientras que la urbanización se disipó, le abrimos los brazos a los pueblos y naturaleza abrumadora que la Autopista N1 esconde entre sus curvas y ripios.

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