CRÓNICAS DE LAS ISLAS GALÁPAGOS: PUERTO AYORA
- Micaela Chutrau
- 4 jun 2016
- 8 Min. de lectura
A continuación se encuentra la primera entrada de una serie en la que narro mi viaje por las Islas Galápagos en el año 2015, incluyendo visitas a: Santa Cruz, Isabela, Seymour Norte (buceo), Pinzón, Santa Fé y San Cristóbal. Quería hacerlo en solo una incluyendo también a la ciudad de Quito, pero las islas son tan distintas y hay tanto pot contar que me di cuenta que si no dividía el trabajo no lo terminaría nunca. Comienza así la historia del lugar que hasta el día de hoy considero mi lugar favorito en el mundo.
-Islas Galapagos.
-¿Dónde queda eso?
-Ecuador.
-Ah si, las de las tortugas gigantes ¿no?
Galapagos. Por alguna razón siempre lo pensé como un lugar que existía en algún punto del globo pero al que en realidad no se podía ir a visitar. Había escuchado historias fantásticas, otras no tanto, pero en mi mente las islas siempre se habían amoldado a la idea de una foto en una postal. Algo que jamás iba a lograr tocar con mis manos. Cuando una sugerencia me llevó a finalmente investigar un poco el tema todo fue peor: tortugas gigantes, rocas que quiebran el amanecer emergiendo en la mitad del mar, paisajes de lava y agua turquesa, playas de arena roja, lagartos gigantes de todos colores y tiburones por todas partes. Hace poco un profesor mío nos describió una sensación que tuvo: parado frente a un precipicio de alguna costa de Europa tuvo miedo de caer. Pero no por el hecho de que alguna roca se desmoronara causándolo resbalar hacia el vacío, si no por la manera en la cuál el vacío le pedía que saltase. Me pareció un sentimiento de lo más extraño en su momento, pero supongo que eso mismo era lo que sentía hacia este lugar: no sabía si me daba más miedo la idea de estar nadando entre diez tiburones o las ganas que tenía de hacerlo.
Con mi papá estábamos planeando hacer un viaje, pero no teníamos ni idea qué lugar se adecuaría a nuestra falta de tiempo, y cuando lo sugerí me miró con cara rara. Me miró con cara más rara aún cuando llegamos a Quito por la madrugada y no había menos gente caminando por la calle que en un toque de queda. También me miro extrañado cuando, después de haber pasado un día recorriendo la ciudad, teniendo que pagar hasta para entrar a las iglesias y sintiendo que la altura pesaba más que correr una maratón mientras escalábamos el volcán Pinchicha, nos cobraron treinta impuestos distintos para lograr ingresar a las Islas. Más graciosa fue su cara cuando al llegar al aeropuerto de Baltra, donde pronto el frío de Quito se reemplazó por un calor que derretía y pegoteaba la piel, cuando un perro camino sobre nuestras valijas antes de hacernos subir al autobús que nos llevaba al puerto. Pero creo que su cara más graciosa fue cuando todas nuestras valijas fueron tiradas arriba de un barco destartalado que las llevaría a Santa Cruz mientras nosotros viajábamos en otro botecito. Ahí nos encontraríamos compartiendo un taxi con una pareja marplatence para descubrir que aquel sol brillante no tardaría en ser cubierto por una niebla densa y una humedad que se diluyó en lluvia. La vegetación creció y creció y se volvió tan verde que ni troncos se veían de la cantidad de musgo que tapaba los árboles. "El clima siempre esta así en el medio de la isla" nos explicó el taxista, y pisando el acelerador nos llevó hasta la otra punta, a Puerto Ayora, donde el sol nos recibía de vuelta. Un viaje que arrancaba así prometía demasiado.

"Tu mamá se muere si ve esto"
"Bienvenidos a la Casa de Judy"
Llegué a Galapagos esperando nada más que sorprenderme. Llegué desesperada por vivir una aventura pero dudosa de poder hacerlo, por que aunque le ponga energía y ganas de vivir a todo no soy ni la más valiente, ni la mejor nadadora, ni la que mejor resistencia tiene. Es más, mi curriculum probablemente decía algo como: "tanto pánico a los tiburones que no puede nadar sola en una pileta" y "una vez en Bocas del Toro un pez le rozo el pie y casi se larga a llorar". No entiendo por qué mi corazón siempre me pide a gritos ir a estos lugares cuando jamás demostré estar correctamente evolucionada para ellos. Supongo que ese mismo corazón sabe que ahí es donde se sentirá libre. Pero aún así llegué, y solo tuve que esperar a que se hiciese de día para entender que en estas islas, lo único que había que hacer para vivir una aventura era salir de la cama.
Para el momento en el que el taxista llegó a Puerto Ayora no tardamos en despedirnos de la pareja de mar-platences. Llevábamos a penas dos horas en este extraño lugar y ya habíamos aprendido algo importante: ir a la otra punta de la isla salía 14 dólares, moverse a cualquier lugar dentro de Puerto Ayora salía 1 dolar. La vista del agua tocando el puerto nos dio ganas de empezar a recorrer inmediatamente (nadie en mi familia puede irse de vacaciones y quedarse más de dos minutos sentados) pero el taxista no parecía encontrar el hotel. Puerto Ayora es tan pequeño y pintoresco que la mayoría de las calles no están nombradas, así que de poco servía saber la dirección. Mi papá y yo no parábamos de mirar nuestros papeles y repetir "Galapagos Inn" sin tener mucha idea de a donde nos estaba llevando este hombre. Se bajó a preguntar por el hotel unas tres veces. A la cuarta volvió diciéndonos que estábamos en el lugar correcto ya que el lugar que buscábamos en realidad se llamaba "La casa de Judy". Con mi papá miramos alrededor: camino de tierra, casas humildes, el centro con sus localcitos de colores no se veía por ninguna parte y a una cuadra un par de monjas arbitraban un partido de basquet en una plaza. Nos encogimos de hombros y bajamos las valijas.
Entramos y nos recibió con un abrazo las paredes de piedra volcánica, la pileta en el centro del hotel y sobre todo una señora sonriente de ropas sueltas y cabello rojizo. "Soy Judy" nos dijo, "bienvenidos a Galápagos". No se por qué me reí, tenía sentido, estábamos en su casa después de todo. Judy quería saber quiénes éramos, de dónde veníamos y cuales eran las cosas que queríamos hacer. Creo que con lo único que podía soñar en ese momento era en sacarme el jean, ponerme un short y atarme el pelo; pero en cambio le respondí que veníamos a hacer todo.

La habitación era simple, una tele y dos camas, aún más de lo que necesitábamos considerando que no planeábamos hacer más que dormir ahí. Dejamos las valijas y bajamos. "Me imagino que quieren descansar" nos dijo, pero le insistimos en que queríamos recorrer. Judy sacó un mapa y comenzó a explicarnos todas las cosas que podíamos hacer. No voy a enumerarlas, pero la combinación de 19 islas y doscientas actividades posibles en cada una me mareo aún ya habiendo investigado antes qué era lo que me interesaba. No tenía ni idea de qué elegir. Cada tour parecía mejor que el anterior y sentía como que cada elección solamente iba a dejar algún programa imperdible excluido. Una guía me diría días después que se necesita un mes para recorrer Galápagos por completo. "¿Cuántos días se quedan?" nos preguntó Judy. "Siete" le respondimos. Nos miró sorprendida. "La mayoría solo se queda tres". Ahora la sorprendida era yo mientras miraba el mapa y pensaba en limitarse a tan poco, a ir tan a las apuradas. Supongo que fuimos afortunados. Terminamos al final decidiendo por emprender rumbo al día siguiente hacia Isabella, la más grande de las islas, en el tour que pasaba por Tintoreras (un islote al costado). "Miren que el barco se mueve" nos dijo Judy. "No pasa nada, nos gusta la aventura" respondimos. No teníamos ni la más mínima idea de lo que estábamos diciendo.
Esa tarde intentamos ir a Las Grietas, a tan solo un taxi acuático de distancia, pero al llegar nos enteraríamos que estaban cerradas hasta dentro de dos días, así que nos contentamos por un paseo entre los cactuses gigantes.
Debido a nuestra incapacidad para descansar, continuamos recorriendo el puerto. Uno cuando ve la cantidad de animales en las fotos que promocionan este destino se imagina que es un truco publicitario, que va a tener suerte de ver a un lobo marino en toda su estadía. Resulta que para ver lobos marinos solo hay que caminar por el puerto. Ahí, justo al lado de donde están amarrados los barcos, hay un grupo de señoras que todo el día cortan el pescado fresco de la pesca para luego cocinarlo a la noche para servirlo a modo de restaurante. Y ahí, escondido entre al menos diez pelicanos también siempre hay uno o dos lobos marinos, como perritos pícaros pidiendo las sobras. Si no también es muy fácil encontrarlos dormidos por cualquier rincón del puerto o sobre algún banco desocupado que encuentren. No muy lejos, si el día esta soleado, estarán los lagartos gigantes también dormidos al sol confiando que aunque están en la mitad de la calle los turistas serán suficientemente audaces para esquivarlos. Arriba en el cielo vuelan unas aves que parecen terodáctilos, y aunque jamás había estado en un lugar tan extraño, por alguna razón sentí como que era el primer lugar en el que estaba de verdad.


Puerto Ayora con sus locales y turistas, que no molestan. Es un tipo de persona muy particular la que viene a Galapagos aparentemente. En los locales podes encontrar desde tortugas grabadas en imanes y remeras y llaveros; hasta piezas de joyería abrazando en plata y oro pedacitos de piedra volcánica.
Puerto Ayora durante esos siete días se convirtió en nuestro hogar, el lugar al que le reconocíamos todos los rincones después de un

buen día zambullidos en lo desconocido. Nos recibía todas las tardes con sus calles tranquilas y todas las noches con sus opciones gastronómicas mezclándose con el olor a sal que flotaba en el aire. Todavía no sé si se lo debo a la cocina del lugar o al cansancio que abre el apetito, pero la verdad es que Galápagos también fue una fiesta para nuestros estómagos.
Comenzamos por un buen pescado con puré en las calle principal, una pizza el día que nos hartó el pescado e incluso alguna hamburguesa probé antes de aventurarnos por Los Kioscos. Resulta ser que cuatro calles para adentro, en la tranquilidad de la noche, al final de una calle sin salida los pescadores levantan las persianas y abren las mesas para ofrecer los más deliciosos platos a los menores precios. Principalmente se come pescado y mariscos, con algunos platos incluso siendo mostrados fuera de la heladera invitando a que los turistas los prueben con sus ojos y colores (no lo recomiendo, conozco casos de intoxicación). Pero el plato célebre llega de la mano del Negro Wilson, un hombre de tez oscura que prepara platos de su ciudad natal Esmeralda (principalmente, cualquier comida "encocada"). No tan lejos de estos rústicos Kioscos hay otra opción que promete dejar feliz los estómagos: sushi. Pero este no es el sushi que prometen servir en la calle principal con vista al mar, este es un sushi que se sirve en un pequeño var lugareño, y que promete arruinarte ese plato para siempre: sushi frito o prendido fuego son solo algunas de las opciones, y para terminar siempre es bueno cerrar con un helado frito (si, viva la dieta, total todo se gasta nadando al día siguiente).
Estos son algunos de los secretos que esconde Puerto Ayora en su cotidianidad, pero faltaban días para que los descubriéramos: todavía nos faltaba sobrevivir la isla Isabela.
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