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CRÓNICAS DE LAS ISLAS GALÁPAGOS: ISABELA

  • Foto del escritor: Micaela Chutrau
    Micaela Chutrau
  • 4 jun 2016
  • 8 Min. de lectura

"Un complot entre el cielo y el infierno"

No me gustan los itinerarios ni los horarios fijos. Me gusta descubrir lo que voy a hacer mientras lo estoy haciendo por que me surgieron ganas. Pero en Galápagos es difícil ser espontáneo todo el tiempo. Los tours salen a una hora, los parques cierran a las 5, no se puede ir por ahí, no se puede tomar otro camino, no se puede tocar a los animales, no se puede dejar que el lobo marino te coma la GoPro (nos dijeron cuando ya iba la 5ta vez en Santa Fé). Galapagos tiene reglas y son extremadamente estrictas, pero es difícil quejarse cuando sabes que estas reglas son la única razón por la cual consiguieron preservar este paraíso. Es más curioso aún como aunque estaba siguiendo demasiadas reglas, pocas veces me sentí tan libre.

Con mi papá ideamos la siguiente receta: contrataríamos en las agencias los tours que siempre son por la mañana (y cuando digo "mañana" me refiero a que hay que estar en el puerto a las 8 am) y por la tarde nos dedicaríamos a conocer Santa Cruz que por si sola ya es una jungla de maravillas. Nos prometieron animales y paisajes soñados y nosotros accedimos, pero nunca nos imaginamos con lo que nos íbamos a encontrar.

Partimos para la Isla Isabela a las 8 de la mañana del primer día y agradezco que así haya sido, dudo poder haberlo sobrevivido de otra manera. El primer día de cualquier viaje uno cuenta con todas las energías de la ilusión y la fuerza para sobrepasar cualquier mal momento sin angustiarse del todo por que no quiere que nada se lo arruine. Digamos que, el primer día de un viaje es el momento ideal para pasar 2 horas en un barco pequeño (se llama Splendor, paguen un helicóptero antes de subirse) de ventanas selladas (cosa que ninguna brisa te alivie ni ningún paisaje te distraiga) con asientos de plástico duro que se movía, y esto no es una exageración, tanto como un lavarropas encendido en la mitad de un terremoto. Los primeros minutos son graciosos, es divertido como al no sujetarse uno tranquilamente se puede caer del asiento. Pero pronto las risas se disuelven por que el trayecto a recorrer es un poco más largo. Mi estómago es bastante sensible, digamos que ha cedido algunas veces solo por que el conductor del auto frena demasiado de golpe. Digamos entonces que, al pasar la media hora, no había ningún positivismo del primer día que quedase para salvarme. Para el momento en el que tocamos tierra en Isabela yo ya había vomitado tres veces (en una bolsa pequeña de plástico, vamos a aclarar). "Miren que el barco se mueve", la voz de Judy retumbaba en mi cabeza, pero no podía parar de reirme al recordar como le habíamos contestado arrogantemente que no nos molestaba. Aún con el humor y todo, cuando el barco se detuvo seguía sintiéndome mal; pero solo me bastó salir del barco para ver lo que tenía en frente para recuperarme. Siempre agradezco que haya sido Isabella el destino al que íbamos en ese barco: solo semejante maravilla podría compensar semejante infierno.

Tintoreras: donde el blanco motea la lava y el turquesa choca contra el negro de las rocas

Quería comer algo a las apuradas y salir a recorrer, pero lo malo de tener un guía es que uno tiene que permanecer obligatoriamente dentro de un cronograma. Así que pronto me encontré en una balsa viendo colonias de aves rumbo a Tintoreras. Piqueros patas azules y pingüinos a montones, los divisamos a la distancia y a mi, como todavía me contentaba con ver animales desde lejos, me dibujó una sonrisa. Pronto nos encontramos en un paisaje lleno de lava negra con motas blancas y lagartos muy grandes que sigilosamente caminaban al costado del camino. No podía entender por qué si hace tiempo que la visita a una isla en particular esta restringido a un camino los animales se acomodaban al lado de este para que uno los pudiese ver perfectamente. "Deben ser de mentira como en Disney" decía mi papá, "no puede haber tantos y todos acá". Finalmente nos explicaron que dado que jamás habían recibido un tratamiento agresivo de parte del hombre, los animales aquí jamás habían sentido la necesidad de defenderse; y por lo tanto habían evolucionado sin que les molestase la convivencia con nosotros. Evolucionar, no sería la primera ni la ultima vez en todo el viaje que escucharía esta palabra. Después de todo, debía haber una razón por la cual Darwin se había enamorado de aquellas islas tantos años atrás.

No me quería ir de ese lugar. Pero había un cronograma, un barco que salía para Santa Cruz a las tres esa misma tarde prometiendo desafiarme el estómago y la isla más grande de todo Galápagos esperando que la recorriésemos. Consejo: en Isabela es necesario estar al menos dos días, no tiene sentido sufrir ese trayecto para luego de unas horas volver a torturarse así. Además hay demasiado por ver (como los túneles/cuevas en los que se puede hacer snorkel que me dejaron con las ganas) y un día no alcanza. De todas maneras, pronto le agradecería al guía por pedirnos que nos moviésemos: toda esa agua turquesa se estaba por convertir en el lugar donde íbamos a nadar.

Fue el primer snorkel de cientos en ese viaje, pero probablemente sea uno que recuerde el resto de mi vida. Como si el paisaje no fuese suficientemente surreal, todo se volvió aún más increíble cuando dentro de las aguas poco profundas apareció una tortuga marina. Y no era una tortuga pequeña, era probablemente la más grande que había visto en mi vida, y nadaba libremente a nuestro alrededor. La seguimos con mi padre en silencio, tan cerca que podíamos tocarla, tan cerca que aún con el plástico sirviéndome de anteojos podía verle las manchas en la piel. Pronto la perderíamos por que seguiría su trayecto para salir de nuestra área, pero la reemplazarían un par de pingüinos veloces, aquellos mismos que me había contentado con ver a la distancia, nadando a nuestro alrededor tan rápido que era casi imposible fotografiarlos. Pero esto todavía no era lo mejor: dos lobos marinos estaban por unirse al juego. Cuando había leído el tipo de animales con los que podía esperar encontrarme los lobos marinos me emocionaron tanto como los peces. Es difícil hacerlos destacar en una lista que promete tiburones y tortugas gigantes cuando ya demasiadas veces los había visto tirados al sol en las costas de Mar del Plata despidiendo el más insoportable olor a pescado. Hoy son mi animal favorito. Sí, en Galapagos hay cientos de animales y a ninguno le molesta tu presencia, pero el lobo marino va a ser el único que va a interactuar con vos sin problemas.

La pareja de ecuatorianos riendo de las ocurrencias de mi papá. Aparentemente los cangrejos mutan tres veces de color "armadura", cada vez haciéndose mas grandes y visibles para proteger a las crias. Da risa la idea del animal gelatinoso que vive adentro esperando tras una roca que la piel se le vuelva a endurecer.

Los lobos marinos que normalmente uno se encuentra en el agua son los cachorros y son extremadamente juguetones. Después de pegarme un par de sustos al ver lo mucho que se me acercaba semejante animal poco a poco entré en confianza. Con mi papá nos dimos cuenta en ese momento por qué se murieron tantos caza-cocodrilos-tiburones-etc. Llevábamos media hora en el agua y ya no dudábamos en perseguir a los cachorros de cerca. El punto cúlmine fue cuando, extendiendo la GoPro uno de los lobatos, este tampoco dudó en intentar masticarla, y ahí, cuando vimos los dientes, entendimos que nosotros habíamos agarrado confianza pero que estos animales claramente podían lastimarnos (sí, compramos la GoPro y nos costó un ojo de la cara, pero si lo que se buscan son buenas fotos de este tipo de viaje resulta una compañera infaltable y más si uno planea hacer un video). También hubo un episodio cuando los dos lobitos se metieron a jugar dentro de las raíces de una de las plantas del lugar, y al acercar curiosa mi cabeza, uno de ellos me quedó mirando por unos momentos con sus ojos negros. Ya estaba sonriendo cuando el momento pasó, y de la nada lo vi impulsarse para tocarme con la nariz; me encontré pataleando desesperada para escapar de la situación. Así que en adhesión de tanto nado con animales, también me encontré rebotando a un lobo marino que me intento besar. Cosas que pasan todos los días.

Tampoco me quería ir de ese lugar, más cuando los lobitos no demostraban querer dejar de jugar; pero había que seguir. Pronto me encontré tocando tierra devuelta para ir a almorzar. Ahí nos encontramos haciéndonos amigos de una pareja de ecuatorianos aventureros y dos hermanas brasileñas mayores, pero con un espíritu que las había movilizado por todo el mundo. Junto a ellos y a una familia de ecuatorianos, que nos contaron que tenían la tradición de siempre pasar año nuevo de vacaciones, nos encontramos disfrutando de un pescado con puré delicioso antes de seguir el rumbo. Lo único que Galapagos promociona falsamente son los flamencos. Sí, los hay...pero no caminando de a cientos por la playa, si no descansando de a diez en un lago que solo se puede ver desde muy lejos. Meh, no podíamos quejarnos después de lo que acabábamos de vivir. Luego fuimos a la reserva de tortugas (sería el centro de investigación Darwin de Isabela), pero ahora que me habían malcriado en Tintoreras no me terminaba de servir verlas separada por una cerca. Galapagos es una reserva natural y por lo tanto el hombre no puede interferir con ningún proceso natural: “si veo un tiburón comiendose a un lobo marino me rompe el corazón, pero no hay nada para hacer” nos dijo el guía. Las tortugas son otra historia. Aparentemente, de cerca de 15 especies y millones de ejemplares la llegada del hombre solo dejo 5, así que estas reservas que impiden su extinción no son más que una pequeña manera de balancear un daño irreparable.

“No entiendo por qué estamos en una camioneta cuando podríamos estar caminando” se quejó una de las brasileñas, llevando a que

ninguno pudiese parar de reírse cuando la camioneta se rehusó a avanzar. Después de un par de empujes inútiles por parte de los hombres mientras las mujeres sacábamos fotos (se ve que los paraísos nos hacen no prestarle atención al sexismo) no quedó nada más que hacer que cumplirle los sueños a la brasileña y caminar de vuelta al puerto. De viaje recordamos que los malos momentos no son más que anécdotas. Yo en lo único que podía pensar era ese barco infernal al que me tenía que volver a subir.

Esta vez con mi papá nos sentamos en la parte de más atrás de la maldita Esplendor, por que razonamos que como ahí estaba la única abertura contaríamos con un poquito de aire y agua para aguantar las dos horas de tortura que se nos venían encima. Además, uno de los ecuatorianos me había alcanzado una pastilla para el mareo así que creí poder estar mejor que a la ida. Error. No hay manera de salvarse de sufrir en ese barco. El agua con la que contábamos no fueron unas gotas, fue literalmente una cascada interminable, y el mar parecía estar aún más picado que a la ida. Pero no fue la que peor la pasó (y eso que volví a vomitar tres veces, la maya me destiño toda la ropa, casi me caigo por la ventana y casi me clavo un caño en el ojo intentando entrar al baño). Una señora aparentemente se distrajo o dormitó un momento, y el barco de una sacudida la elevó por los aires causándole un golpe en el estómago. A causa del incidente, tardamos 3 horas en vez de 2, y la pobre señora tuvo que pasar todo el trayecto acostada en el piso. ¿Y saben qué es lo más gracioso? Que si pudiese volver en el tiempo sin dudarlo volvería elegir ir a Isabela. Me quedaría a pasar la noche, eso sí, pero ningún barco de la muerte podrá opacar lo que fue ver esos paisajes e interactuar con esos animales.

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