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EL BUDA, LA CUEVA Y EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS [Tiger Cave, Ao Nang, Tailandia]

Llovió aquel día, pero no era la misma lluvia de antes. Esta, a diferencia de la eterna capa de agua que había cubierto la colina esmeralda que quebraba en la playa de Ao Nang durante toda la semana, no amenazaba con convertir las calles en rios. Llovía en intervalos cortos, incosistentes, casi como si el mal clima del septiembre Tailandés estuviese desafiando a todos los ansiosos a vivir una aventura en aquellos momentos gloriosos de sol. Vestida con aquel impermeable rosado simulando una gigantesca bolsa de plástico que todos los turistas usábamos aquella temporada, le dije adiós a las masajistas, paradas como buitres en la entrada del Spa que me hospedaba, y salí a la calle. Caminé decidida hasta el pequeño puesto de la misma señora con la que me había pasado la tarde anterior conversando, su cara se arrugó en forma de una sonrisa al verme llegar.

- “¿Tiger Temple?”- me preguntó, y mientras yo asentía comenzó a realizar la operación de llamadas y papeles que pronto me llevarían a estar dentro de un mini-bus blanco rumbo al aeropuerto. El conductor tenía instrucciones de dejarme a dos kilometros del templo, en la intersección donde la ruta principal se partía en dos, cómo cubriría esta última distancia dependía de mi. Mientras el vehículo combatía las rutas embarradas haciendo correr por mi ventana el interminable espectáculo verde del bosque, pensé en aquella gigantesca estatua dorada que me aguardaba en la cima del monte que estaba por escalar.

- “¿Qué es esto?”-le había preguntado a los locales el día anterior, mi dedo indice presionando sobre una fotocopia blanco y negro de dos rubias sonriendo frente a un Budha enorme observando la jungla desde lo alto.

-“¡Tiger Cave! ¿Tour?”- ya comenzaban a insistir mostrando panfletos de excursiones con precios inflados. La cercanía del templo a la ciudad y su entrada libre de costo lo habían convertido en una opción atractiva para pasar el día, pero no podía evitar sentirme escéptica. Hasta ese momento, mi única experiencia en Tailandia había sido Phuket, donde mis ilusiones de playas paradisíacas y templos sagrados habían sido suplantadas por una realidad en la que reinaba una atmósfera agitada de luces de neón, alcohol y celebraciones públicas de lo prohibido. Había sido imposible caminar por la calle sin tener que rechazar invitaciones de prostitutas, masajes, shows the ping-pong o drogas. ¿Dónde estaban aquellos monjes serenos, aquel paraíso tranquilo de arena blanca con elefantes hacia el que había soñado viajar toda mi vida? ¿Habría algo más allá del circo de turismo con el que me había encontrado hasta ahora? Pasada una media hora el conductor me indicó que era momento de bajarme, asi que crucé la ruta hacia un puesto de moto-taxi para cubrir el último trecho.

Llegué al Templo del Tigre esperando una montaña con una estatua y una fila eterna de europeos esperando su turno para subirla, pero el panorama con el que me crucé fue muy distinto: monjes budhistas caminaban descalzos por la lluvia y numerosos templos distraían con sus colores llamativos del verde bosque que nos envolvía. El aroma a Pad Thai batallaba con los saumerios para llenar el aire, y desde la base de Wat Tham Suea las estatuas religiosas custodiaban el comienzo de los 1,272 escalones que me separaban del Budha dorado.

No me considero una persona en buen estado físico, pero en este recorrido por el mundo he conquistado varias escaleras, incluyendo el Peñol de Guatapé en Colombia y Machu Picchu en Perú. La ciencia es simple: trepar hasta perder el aliento, detenerse cuando es necesario y estarás en la cima antes de darte cuenta. Pero los escalones que llegan a la cima de Wat Tham Suea cuentan con algo que estos lugares no tienen: una distracción. Cientos de macacos se columpian entre los árboles mientras uno intenta llegar a la cima. En un punto me encontraba observando a tres madres con sus crias colgandoles del busto que observaban mi cámara con la vista fija. En un punto miré por la pantalla para confirmar que mi filmación continuaba encuadrada y fui sobresaltada por un gigantesco macho que nos bloqueó de las hembras emitiendo un aterrorisante grito selvático. No estoy segura si estaba más fascinada que asustada mientras trepé corriendo los doscientos escalones que me quedaban, pero lo único que importó es que me dió el impulso necesario para llegar al final.

Dejando atrás mis sandalias embarradas, apoyé mis pies desnudos contra el mármol blanco y observé a mi alrededor. Las colinas y bosques de Krabi eran un collage de verdes interminables que se extendían desde un horizonte hasta el mar. Tapandose por completo con la niebla para reaparecer unos minutos después, el paisaje parecía invitarte a jugar al escondite. Maravillada, miré hacia arriba para encontrarme con los ojos del gigantesco Buda, permanentemente abiertos. El viento rugió llamando a las nubes, y pronto tanto yo como la estatua dorada nos vimos tapadas por aquella lluvia de Septiembre que insistía convertir a lo sagrado en un desorden mojado.

Al llegar a la base de Wat Tham Suea tuve una realización: a pesar de la belleza del lugar, nada de lo que había visto hasta ahora había tenido algo que ver con una cueva o con un tigre. Asi que miré a mi alrededor, intentando ver si había confundido la misma por alguno de los templos o puestos de Pad Thai. Divisé un par de escaleras dirigiendose hacia el bosque, asi que tomé mi piloto y comencé a caminar una vez más. Fue sorprendente el no encontrar ningún otro visitante transitando este camino, era solo yo y el ruido de la naturaleza siendo humedecida por la llovizna constante. Los escalones no se dirigían a ninguna cima, más bien descendían y cruzaban el bosque hasta convertirse en un camino de barro. “To Wonderland” (“A la Tierra de las Maravillas”) indicaba un cartel rojo, asi que con el ceño confundido y el corazón acelerado continué alejándome más y más de la muchedumbre.

De repente, el bosque se detuvo mientras la base de una montaña se abría para presentar una serie de cuevas. Cientos de estalactitas colgaban del techo en la oscuridad, de la misma manera que lo debieron de hacer por millones de años. Las bordeé por el costado, su silencio intenso volviendo imposible penetrarlas. Cuando las cuevas se terminaron, al costado de la montaña apareció una casita de madera. Luego otra, y otra, y antes de que supiese me encontraba rodeada por pequeños cubículos elevados del suelo. Todas tenían diferentes tonos o tamaños, pero compartían una característica: en su balcón colgaban túnicas naranjas. Monjes, me dije a mi misma, ya comenzando a cuestionar qué tanto se suponía que debía estar ahí. No había hecho más que seguir un cartel en la mitad de una de las atracciones turisticas más populares de la zona, pero la lluvia y la soledad me hacían sentir que me estaba acercando a algo especial. Cuando las casitas terminaron, pequeños elementos religiosos comenzaron a aparecer en la base de la montaña, la diagonal de su ladera protegiendolos a ellos y a la base de mármol que los sostenía de la lluvia. En el centro posaba un Buda pálido, observando el bosque bajo la música de las gotas cayendo. Me quite los zapatos y me acerqué. Suena extraño, pero una parte de mi quería agradecerle por esta extraña aventura que estaba viviendo, la cual formaba parte de una mayor aventura que era mi viaje por el mundo. Escuché unos susurros y me dí la vuelta: dos monjes tomaban té juntos mientras me sonreían, sus cabezas peladas y túnicas naranjas brillando en la humedad que nos rodeaba. Los saludé con la mano, tomé mis zapatos y me fuí. Antes de irme de Wonderland me crucé con un grupo de cuatro turistas adentrándose en el bosque: qué afortunada había sido de tener todo este lugar para mí misma.

Mientras regresaba a la realidad, decidí que era hora de decidir cómo hacía para llegar a casa. Pero luego recordé que todavía no había resuelto el misterio: ¿dónde estaban la cueva y el tigre que le daban nombre al lugar? Caminé hacia la entrada, dejando atrás los 1272 escalones y los misterios del Mundo de las Maravillas. No tardé en cruzarme con un gran templo que antes no había notado, y mientras observaba a los monjes elevar sus profundas voces entre el humo de los sahumerios encontré mi respuesta: detrás de ellos estaba la entrada a la cueva que había estado buscando. La cueva no era nada comparada con aquellas que acababa de visitar, pero calmó mis dudas: en 1975 un tigre había sorprendido a un monje que meditaba en el lugar, pero se había ido sin causarle daño alguno. La leyenda creció, y este lugar pronto se convirtió en un lugar sagrado, aunque el tigre nunca fue visto desde entonces.

Finalmente comenzó la última parte de la aventura: regresar a casa. Me ofrecieron un taxi muy caro hacia la estación de colectivo, pero en cambio decidí probar mi suerte con alguno de la decena de grupos de tour organizados. Afortunadamente, luego de mucho preguntar y negociar, uno de los conductores accedió a llevarme de vuelta a la puerta de mi hostel por tan solo 150BAH.

Me fui del Tiger Cave Temple con los bolsillos llenos de historias de monjes, Budas gigantes, tigres, monos y cuevas. Acababa de pasar una hermosa tarde descubriendo un lugar que se había sentido más sagrado que turistico. Mientras observaba las gotas de lluvia que comenzaban a volver a caer sobre el cristal de la camioneta, comprendí que la belleza de Tailandia no se estaba ni de aquellos monjes sabios que acababa de ver o del caótico Phuket que antes había experimentado: la belleza de Tailandia es poder contener a ambos mundos en tan perfecta armonía. Ella es sagrada y obscena, playas blancas y cuidades estresantes, trampas de turistas y secretos sagrados. Y es este eterno caos, esta contradictoria armonía que hacen de ella un lugar tan fascinante y único.

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