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RECUERDOS DE URUGUAY [Punta del Este & Cabo Polonio]

  • Foto del escritor: Micaela Chutrau
    Micaela Chutrau
  • 2 abr 2017
  • 6 Min. de lectura

PUNTA DEL ESTE

Como buena argentina que no creció veraneando tradicionalmente "del otro lado del charco" las palabras Punta del Este me traen escalofríos. Precios exuberantes, atmósfera plástica, más hoteles que casas y las mismas personas con las que compartí todo el año (cuando uno vacaciona lo que busca es dejar atrás la casa, no teletrasportarla a otro lado). Punta del Este siempre fue en mi mente donde Buenos Aires se iba durante el verano, donde los precios altísimos permitían que una temporada recaudara lo suficiente para que una ciudad básicamente subsistiese por el resto del año. En Noviembre me la encontré bañada por el sol, con comida rica pero barata (si se busca en los lugares correctos) y básicamente desierta. Como un pueblo fantasma, la ciudad nos recibió con sus grandes hoteles de habitaciones vacias. Nos acomodamos en un hostel cerca de La Brava, inmediatamente saludando a varias caras conocidas de Montevideo. Al día siguiente salimos a explorar la zona de Gorlero, a mirar de reojo el caos artesanal de la Canoa Quebrada, a compartir entre cuatro algún helado artesanal, a admirar los botes posados sobre el puerto. Paseamos por la ciudad sin rumbo, y el calor pronto nos encontró tumbados en la arena de Playa Brava. No se la puede llamar una playa excepcional (mejor que cualquier playa argentina), pero la gigantesca escultura de Los Dedos sin lugar a dudas la hace memorable. Nos zambullimos en el frío mar, nos dormimos al sol y volvimos al hostel sin antes comprar un par de cervezas frías para compartir.

Si se trata de gastronomía mochilera, los precios de la comida en esta ciudad son una de las mayores quejas. Sin embargo, no es justo proclamar que en toda la ciudad no hay un solo lugar que permita precios accesibles. N y yo dimos con "La familia" por la zona de Gorlero, un pequeño restaurante al que le falta la clase, pero no la sonrisa de los mozos, buenos precios y unas buenas milanesas con papas fritas. No sé si este restaurante que tantas veces nos vió entrar y pedir el menú del día estará abierto durante temporada alta o si sus precios serán los mismos, pero el punto es que si se busca siempre existe una opción accesible. La noche siguiente fue el día en el que finalizaron las elecciones de los Estados Unidos y se proclamó que Donald Trump era el nuevo presidente. Nos encontrábamos brindando y compartiendo anécdotas con una pareja de irlandeses que habían venido a Latinoamérica a enseñar inglés; y un australiano de rastas y la voz rasposa que profesaba ideas existenciales. Cuando llegó la mañana, N y yo tomamos las mochilas y decidimos mudarnos a La Barra, pero cuando las indicaciones colectiveras fallaron instintivamente extendimos los pulgares. Es regla de manual el no hacer dedo dentro de las ciudades, pero los autos que pasaban eran pocos y ya había llegado a la conclusión de que quien quiere llevarte lo hará sin importar tu postura o locación. Al poco tiempo frenó una camionetita que solo tenía para ofrecernos los asientos de adelante (tanto para nuestros cuerpos como las mochilas). Nos escurrimos dentro del vehículo para disfrutar de las histórias del conductor: un ex-viajero que también se había visto alguna vez con los dedos extendidos al costado de la ruta. Nos dejó cerca del Puente Leonel Viera, aquel ondulado cruce de cemento que conecta La Barra con el resto de Punta del Este. Debo admitir que cruzarlo caminando en vez de en auto, por más que cómico, no es tan divertido.

La Barra se sentía como si hubiésemos llegado a un lugar completamente distinto, atrás quedaban los blancos hoteles para hacerle lugar a la vegetación, los surfistas, y las pequeñas callecitas que dan a la playa. Qué distinta la había conocido antes, en pleno enero algunos años atrás inundada de argentinos, bares y niños demasiado jóvenes para estar tomando alcohol por las noches. Ahora no parecía más que otro pueblo costero, con el olor a mar y los surfistas intentar alcanzar las últimas olas mientras el sol se encogía en el horizonte. Celebramos una noche tranquila comiendo medio metro de pizza por un precio muy económico y luego comenzamos una caminata nocturna bastante alejada de las calles principales. Terminamos en una zona que, quizás oculta por la oscuridad de la noche o la falta de personas en las calles de tierra, no parecía del todo segura; pero hace tiempo me había decidido a confiar en N y en su evaluación de dónde nos encontrábamos. Así es como nos chocamos con THC HOSTEL, un lugar que aunque puede ser o no del agrado de todos sin lugar a dudas es un reflejo de cómo la legalización de la mariguana está ya impactando la cultura uruguaya. Intrigados, tocamos la puerta para hablar con los dueños, quienes con contaron que habían comenzado este proyecto hace pronto y no dudaron en sacar las fotos del photoshoot que le habían hecho a los cogollos de su plantación. La posibilidad de un hostel que públicamente puede decorarse con tapicería de hojas de mariguana, cultivar sus propias plantas y ofrecer abiertamente flores a sus huéspedes (recuerden que es legal regalar, no vender) es algo que (repito, este uno de acuerdo o no) resulta sin lugar a dudas increíble o extraño para cualquiera que venga de un país donde esta droga no esta legalizada. Tras un par de días en La Barra volvimos a armar las mochilas y caminamos hasta la ruta. Extendimos los pulgares emocionados. Esta vez nuestros carteles marcaban el camino hacia uno de los lugares más especiales de todo el Uruguay: Cabo Polonio

CABO POLONIO

Cuando los viajeros me dicen que van a viajar al Uruguay solo para visitar Colonia del Sacramento (es decir, solo para decir que lo pisaron cuando resuman su viaje) les recomiendo al menos llegar hasta Cabo Polonio. Todos los lugares mencionados hasta ahora, por más que haya vivido innumerables aventuras o tenga cosas que me gusten de ellos, difícilmente se los puede calificar de únicos (dejando de lado la idea de que cada lugar en el mundo es único por definición; hay un solo Montevideo, pero eso no quita que sea una ciudad más de Sudamérica). Cabo Polonio cae en una categoría completamente distinta. Sin embargo, llegar hasta este lugar por medios convencionales resulta en un gigantesco costo, ya que hay que tomar cerca de dos colectivos para llegar (que son caros en Uruguay) y a esto sumarle los jeeps que por 400URU (ida y vuelta) te transportan por los kilometros de arena que lo rodean. El que esta dispuesto a ahorrar, no tendrá más opción que aventurarse con los pulgares al costado de la ruta, pero dedicaré otra entrada a narrar la ruta de bajo presupuesto que tomamos N y yo.

En la costa del Atlántico, rodeado por kilómetros de dunas gigantescas, brillan los colores de una pequeña aldea hippie protegida bajo la UNESCO. Sus hostels tienen un segundo piso al que se sube trepando con una cuerda o mesas de ping pong derretidas en el patio, sus habitantes tienen una vibra extraña, las propiedades no marcan sus límites con rejas, sus lobos marinos descansan cerca del faro y sus brownies tienen como ingrediente secreto dos flores de mariguana. No parece un lugar real, más bien es un pueblo fantástico frenado en el tiempo. Contando con solo un supermercado y casi nada de electricidad (por elección propia de los locales) o agua (hay que llevar la propia), es increíble la cantidad de viajeros que este lugar hechizó y que terminaron residiendo en él por años. Desde luego, no hay mucho para hacer, ya que la actividad principal en mi opinión es disfrutar del pueblo. Esto incluye caminar por las playas, trepar las rocas cerca del faro, curosear artesanias, saborear la comida local (una de las mejores milanesas que comí en mi vida), mirar las miles de estrellas por la noche o aventurarse por las gigantescas dunas que lo rodean. Los valientes incluso pueden animarse a caminar hasta Valizas, un pueblo que queda a tres horas de caminata por las montañas de arena. Como dije, no hay muchas actividades, pero eso no resta la magia que gobierna el lugar. Después de todo, a veces los viajes ameritan un descanso, y que mejor lugar para tomarse un respiro que uno tan único como este.

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