COMO LLEGAR A CABO POLONIO [sin gastar una fortuna]
- Micaela Chutrau
- 2 abr 2017
- 4 Min. de lectura
Cabo Polonio es uno de los lugares más únicos o extraños que esconde el Uruguay. Hippies que llegaron por un día y se quedaron por años, playas tranquilas, dunas gigantescas, falta de electricidad, casitas de colores y una atmósfera de pueblo fantástico: ni

bien escuché su descripción, supe que teníamos que ir. Sin embargo, tras su descripción llegó el choque de realidad: en aquel momento nos encontrábamos en Punta del Este, por lo que para llegar hasta ahí tendríamos que tomar un colectivo hasta Rocha o Castillos, de ahí otro hasta Cabo, y a todo eso sumarle un jeep de cerca de 400URU que te transporta (ida y vuelta) hasta el pueblo por las dunas que lo rodean. Todo parecía ir en nuestra contra: la ruta extraña para recorrer una distancia tan corta, la cantidad de transportes y el costo, ya que los colectivos en Uruguay no se conocen por ser baratos. Sin embargo, N y yo contábamos con el mejor medio de transporte, uno que no solo es gratis si no que abre la puerta para que el viaje también sea una aventura: nuestros pulgares.
Desde La Barra de Punta del Este tomamos un colectivo hasta San Carlos, y una vez ahí caminamos hasta la Ruta 9. No eran tantos kilometros los que teníamos que recorrer, pero hasta ahora solo habíamos viajado a dedo por una única ruta, así que la idea de tener que ir alternando las direcciones resultaba emocionante. Al poco tiempo de espera, por que la costa uruguaya es un gran lugar para viajar a dedo, un conductor con su hijo en el asiento de acompañante frenaron por nosotros. El hombre había venido por su hijo y ahora se lo llevaba para Chuy, en la frontera con Brasil. Sonreí al recordar los beneficios de no tener un plan: si lo deseábamos, ahí mismo podríamos haber elegido cambiar toda nuestra ruta y llegar hasta el borde del Uruguay. Pero Cabo Polonio nos esperaba, no por obligación, si no por que teníamos ganas de estar ahí, asi que le insistimos al hombre que bastaba con que nos dejara en Rocha. Una vez ahí, recargamos provisiones y nos paramos cerca de la Ruta 15, que estaba sufriendo construcciones y desvíos. Habían otros locales extendiendo el dedo al costado de la ruta, y los conductores de la obra nos miraban de manera chistosa mientras N bromeaba en su inglés australiano, pero no tardó en frenar un pequeño auto con una pareja de abuelitos adentro. Con el corazón lleno de esperanza, vimos como la mujer se bajaba del auto para poner las cosas del asiento de atrás en el bahúl mientras nos hacía señas de que nos acercáramos. Que lindo se sentía la bondad del Universo. Nuestros conductores iban para Costa Azul y nos dejaron en la entrada de esta deseándonos la mayor de las suertes. Acá el panorama era distinto: los autos que pasaban por la Ruta 10 podían contarse con los dedos de una mano.
Rodeados por campos y árboles verdes (que quizás nunca hubiésemos descubierto si no viajásemos a dedo) extendimos los pulgares y nos decidimos a cubrir los últimos kilómetros. Tras un par de autos que nos cruzaron a toda velocidad sin siquiera dedicarnos un encogimiento de hombros frenó una camioneta. La conductora era una mujer alegre con la hija durmiendo en el asiento de atrás, y nos dijo tristemente que solo podía llevarnos hasta Punta Rubia, a un par de kilometros. No hay una formula para hacer dedo: uno puede pasársela rechazando para esperar el auto que lo lleve a destino, uno puede nunca subirse a camiones por que viajan lentísimo, uno puede tomar lo que venga; es todo un juego de azar en lo que se apuesta cada vez es la posibilidad de llegar en tiempo y hora al destino final. En este caso, la ruta no se veía muy prometedora, el sol seguía en el cielo y, más importante, no podíamos rechazar el viajar atrás de una camioneta; así que cargamos las mochilas y trepamos a la parte de atrás. Varados en Punta Rubia, solo había 37km separándonos de la entrada de Cabo Polonio, y tras varios rechazos, nuestro héroe final apareció. Se trataba de un joven que trabajaba como chef en un restaurante de Aguas Dulces durante los fines de semana (nada lo hace a uno más feliz que escuchar que el conductor tiene como destino final un lugar más allá que el lugar al que uno va). Tenía la tabla de surf atravesándole el autito colorado, pero poco importó: trepamos las mochilas por última vez, y para el momento en el que las descargamos nos topamos con la entrada de Cabo Polonio recibiéndonos. Bueno, la entrada de la área protegida: un edificio solitario del que salen los jeeps para el pueblo. La realidad es que para este punto se nos abrían tres opciones: 1) pagar 400URU por persona para abordar los jeeps (contando así ya con una salida) 2) intentar hacer dedo esperando que algún local este volviendo a casa (es poco probable por los pocos habitantes y su estilo de vida, pero conocimos a un par de canadienses que exitosamente ejecutaron esta idea) 3) caminar 90minutos por la arena con las mochilas al hombro. Al final, optamos por la primera, no por vagos, si no por que teníamos ganas de subirnos a esos gigantescos jeeps y por que ya nos habíamos ahorrado muchísimo dinero al no tomar los dos colectivos hasta ahí. Abaratamos costos siempre lo más que podemos, pero tampoco nos impedimos darnos un gusto de vez en cuando. Una vez comprados los pasajes, N y yo nos acercamos hacia la única tienda de comida del edificio para comprar agua. Cabo Polonio cuenta con muy poca electricidad y agua, por lo cual es necesario llevar la propia. "Nos van a cobrar una fortuna", pensé yo, "y al ser el único proveedor no vamos a tener más opción que pagarles". Gran fue nuestra sorpresa cuando uno de los señores que trabajaban en el edificio nos regaló un bidón de seis litros sin pedir nada a cambio. Con la felicidad de una hazaña completa, trepamos a uno de aquellos jeeps gigantes. El conductor encendió los motores y entre tumbos, sacudones y risas nos adentramos poco a poco en la arena. A nuestro alrededor pronto brotaron millones de dientes de león, deseos que nadie había reclamado todavía; y para el momento en el que el Atlántico se dejó ver comenzaron a asomar las primeras casitas de Cabo Polonio: al fin habíamos llegado.
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