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IRLANDA DEL NORTE: BELFAST, una serie de eventos afortunados

  • Foto del escritor: Micaela Chutrau
    Micaela Chutrau
  • 6 oct 2016
  • 4 Min. de lectura

Irlanda del Norte me recibió con un cielo encapotado, el viento furioso, los negocios cerrados y las campanadas de la iglesia retumbando contra las paredes de piedra de la ciudad de Belfast. Atrás quedó Londres, mi mejor amigo, la seguridad de un techo y la comida italiana que robábamos de Carluccio's todas las noches. No tenía mucha idea de qué me había hecho marcar el destino en el mapa, lo único certero era que esa noche debía descansar para ir a mi tour de Game of Thrones por la mañana siguiente, pero hasta ese momento parecía faltar una eternidad. Caminé a los tumbos, víctima de un vuelo de madrugada que no me había permitido dormir, padeciendo de frío y la desorientación. Pedí indicaciones, falle en seguirlas, y mientras caminaba perdida las calles sin nombres sosteniendo el mapa inútil que me habían dado en el aeropuerto pensé en los eventos desafortunados que me habían llevado a ese momento: una mochila mal armada a las 2 de la mañana, un baño tomado a las apuradas, el caminar sola por Londres en la oscuridad, dos autobuses, revisiones espontáneas en el aeropuerto de Luton, un viejo que no me paró de molestar en el vuelo y el colectivo del cual me había despertado el conductor avisando que me había perdido la parada. Y sin embargo ahí estaba: en Irlanda del Norte, Belfast, parada frente a una iglesia intentando encontrar un hostel; no hacia falta ni decirlo que todo iba a estar bien.

Afortunadamente el Universo sabe lo que hace, y resultó ser que mi serie de distracciones me llevó a cruzar caminos con dos australianos camino a cambiar de hostel. Adormecida pero sonriente accedí su oferta de acompañarlos. Cuando uno esta de viaje, hay que permitir que el camino te vaya llevando por donde quiera, así que en ese momento respiré profundo y le dejé al destino hacer lo suyo. Para el mediodía ya me encontraba con ambos personajes y una portuguesa, casi por terminar el tour para conocer la historia del país que nos hospedaría por los siguientes días.

Viajé a Irlanda esperando colinas esmeralda, tréboles, cerveza y pozos llenos de oro al final del arco iris; pero me encontré con una tierra donde la naturaleza domina y las heridas del pasado todavía duelen. El black taxi tour nos invitó a escarbar estas heridas: en el año 1968 la población irlandesa debajo del imperio Británico estaba dividida entre aquellos que deseaban continuar formando parte y aquellos que preferían imitar los sucesos nacionalistas ocurridos en Dublin. Rebeldes y fieles, nacionalistas y británicos, anglicános y católicos; las tensiones desenvolvieron en violencia, injusticias, huelgas de hambre y muerte. El gobierno se vio obligado a construir paredes a lo largo de la ciudad para dividir ambos bandos, y estas divisiones siguen todavía alzadas, convertidas en murales con mensajes de paz, de próceres, de hermanos caídos. Estos sucesos todavía no han mutado al recuerdo: las tensiones se sienten y se palpitan hoy en día, manifestándose en esas divisiones de piedra que la ciudad todavía se niega a derrumbar. "Me molestan las falta de respeto" dijo nuestro guía, un nacionalista con el fenix tatuado en el brazo, símbolo de la revolución, mientras apretaba los puños observando un par de niños de colegio jugando en uno de los memoriales. "Son chicos, no entienden nada" lo calmamos entre la portuguesa y yo. "¿Que no ven que se estan trepando a una lapida que habla de niños de 5 años?" inistió. Juramos que no salíamos de ahí sin una pelea. El taxi negro fue una experiencia más intensa que lo que esperábamos, alternando entre conocer al país cuando pisábamos la calle y a conocernos entre los cuatro cuando volvíamos a acomodarnos en los asientos. Marta, la portuguesa, había venido a Belfast por que había sido el pasaje más barato que había conseguido en un fin de semana sin nada para hacer. Leo, uno de los australianos, estaba disfrutando de unos días en el Reino Unido antes de comenzar su intercambio. Navid, el otro, estaba vagando el mundo hace ya varios meses. Yo, con apenas una hora de sueño encima, los cabellos hechos un rodete y el piyama todavía puesto todavía no entendía qué hacía ahí, pero sabía que ahí era donde tenía que estar.

Luego de pasar una hora inmersos en el dolor irlandés, dejamos detrás el taxi y tras un rápido almuerzo demasiado picante nos dispusimos a caminar la ciudad. Edificios góticos, botes oxidándose y grúas de construcción tapando en la distancia las colinas verdes. Desde el centro de la ciudad hasta el museo del Titanic, orgullo irónico de la ciudad que lo construyó. Sin embargo, nos detuvimos en la puerta ni bien vimos que el precio de la entrada no se ajustaba a nuestro presupuesto mochilero. Bordeamos el puerto, leímos los carteles resumiendo la historia, y de ahí nos dirigimos de vuelta al centro de la ciudad. La ciudad era lúgubre y el varano color lluvia, pero la compañía era buena y la energía no faltaba, asi que no había de qué quejarse. A eso de las 5 de la tarde decidimos volver al hostel para acomodar nuestras mochilas en las habitaciones y, eligiendo ignorar los jardínes botánicos (estaba recien llegada de Londres, había tenido una sobredosis de jardines), comenzaron a correr las bebidas y las historias. ¿De donde sos? ¿Cuánto tiempo llevas viajando? ¿Hacia donde vas después? La mesa pincelada con las cenizas de los cigarrillos se volvió cada vez más amontonada, y presenció aquel intercambio místico que se desenvolvió hasta pasada la medianoche. Era mi primer día en lo desconocido, mi primera vez sola, mi primera vez en un hostel y no podía creer la facilidad con la cual los eventos se habían desenvuelto. Así que era cierto eso que decían: que el mundo estaba lleno de amigos esperando para dejar de ser extraños. Brindamos por el tesoro de la juventud, por Irlanda y por los viajes de mochila, y antes de que pudiese evitarlo el plan de acostarme temprano para estar descansada en la mañana se disolvió como las burbujas en una cerveza fuera de la heladera. Sin embargo ya había aprendido ¿para qué molestarse en planificar si la incertidumbre daba tan buenos resultados?

El puerto de Belfast con la vista al Titanic Museum

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