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PANTALLAZO DE QUITO, ECUADOR

  • Foto del escritor: Micaela Chutrau
    Micaela Chutrau
  • 16 sept 2016
  • 10 Min. de lectura

Por mucho tiempo me rehusé a escribir sobre la ciudad de Quito; no por falta de aventuras, si no por que considero arrogante el jactarme de conocerla. Verán, pasamos apenas un día completo en esta ciudad (si descontamos el que llegamos y el que utilizamos para volar al aeropuerto para salir hacia Baltra) por lo que solo experimentamos un vistazo de las actividades y cultura que alberga. Por lo tanto, escribo las siguientes lineas intentando no hacer conclusiones finales, ni sobre la ciudad y mucho menos sobre Ecuador.

Ciudad de mitos, iglesias y volcanes

Quito fue para mí y para mi papá una mezcla entretenida de leyendas, sitios que rebalsaban en historia y los reflejos de las injusticias que gobiernan Latinoamérica. Entre el volcán Pichincha que la acosa desde el costado, la Mitad del Mundo que le sirve de fondo a tantas fotos clichés, su Plaza de la Independencia llena de vida y el catolisismo dejando marcas de la mano de decenas de iglesias espectaculares es difícil que, en el descuido de algún mareo por la altura, la ciudad no llegue a ganarse su afecto. Pisamos Quito con la idea de tener un pantallazo de Ecuador, consientes que los próximos días en las Islas Galápagos parecerían un país aparte. Creemos, quizás muy inocentemente, que estas 24 horas nos alcanzaron para sacarle casi todo el jugo a la ciudad. De todas formas, a Quito la rodean reservas espectaculares y a estas reservas las rodea un Ecuador con su propia magia, por lo que si alguno quiere brindarle más de un día encontrará en qué gastarlo. Nosotros, con las Islas Galápagos en el horizonte, calculamos que un baile apresurado con la capital y su cultura nos tendría que bastar.

Arranquemos desde el principio: nos hospedamos en la parte vieja, en un hostel del cuál éramos los únicos habitantes. Llegamos para encontrar un Quito desierto a las 10 de la noche, casi como si la ciudad estuviese bajo toque de queda. El taxista se rió de nuestras expresiones mientras continuaba bordeando las calles y ripios vacíos que nos alejaban cada vez más del aeropuerto, y nosotros tomamos nota de al día siguiente recordar terminar con todo antes de que cayese el sol. Nos recibió una escultura de un diablo conversando con un hombre iluminada en las penumbras y un muñequito disfrazado como uno de los miembros del Ku Kux Klan sobre la mesa de la recepción. Para el momento en el cual la recepcionista apareció de entre alguno de los rincones de la antigua casa no pude contener las dudas. "Perdón, ¿qué es eso?" indagué mientras apuntaba al pequeño hombrecito cubierto con aquella túnica morada que le tapaba el rostro y generaba una punta por encima de su cabeza. "Es un cucurucho" me repondió la mujer, y el cansancio me llevó a dejar las preguntas para el día siguiente. Más adelante, cuando encontrase a estos personajes repartidos por todas las tiendas de recuerdos, comprendería que se trataba de una figura religiosa muy popular en Ecuador. Los cucuruchos participan en la procesión de Semana Santa, pasando por los vecindarios a pedir limosna una vez que la ceremonia es finalizada. El diablo conversando con el hombre bueno, esa otra historia para cuya explicación tendría que esperar un rato.

Saltearé a la mañana siguiente, dejando de lado el agua fría con la cual nos tuvimos que bañar por ​​complicaciones en las viejas tuberías o la comida que no conseguimos por que todo estaba cerrado. Habíamos hecho un trato con nuestro remisero, Carlos: el hombre accedió a prestarnos sus cuatro ruedas y conocimientos para conocer la ciudad. Era un personaje alegre, de ropas sencillas pero prolijas; igual deseoso de aprender sobre la vida en Buenos Aires como de compartir la de su propio país.

Habíamos diseñado un plan de ataque: iríamos primero a la Mitad del Mundo (siendo ésta la más alejada), y luego visitaríamos el volcán Pichincha antes de comenzar a deambular por la parte histórica de la ciudad. La Ciudad Mitad del Mundo esta ubicada para el lado del aeropuerto, y marca la línea del Ecuador que le da nombre al país, la latitud 0º 0º 0º. Recorrimos primero las galerías de pintores locales y puestitos que le hacen compañía, y luego nos dispusimos a pelear con los cientos de turistas por la recreación de algunas de las fotos más clichés que se puedan encontrar (pobre de Carlos que tuvo que tomarlas). Carlos nos habló de los fenómenos que rodean la línea: de cada uno de los lados el agua en un balde girará en diferentes direcciones; y si uno apoya un huevo sobre la línea el mismo promete mantenerse parado. Comprenderán nuestro júbilo cuando divisamos a dos estadounidenses sacando un huevo de la mochila (nunca se me hubiese ocurrido). Nos le acercamos mientras las observábamos batallar para parar el huevo sobre la fuente que parecía especialemente diseñada para la ceremonia y, tras mis insistencias, Carlos las ayudó a completar exitosamente el ritual.

Una vez escribí que preferiría una terrible verdad a una bella mentira cualquier día. Tiempo después, ya en Buenos Aires me enteré que la verdadera línea del Ecuador no es aquella sobre la que nos paramos, posamos e intentamos parar un huevo; si no que se encuentra cerca de 250 metros del lugar turistico. El descubrimiento me despertó preguntas, me despertó bronca, me despertó a una sonrisa. Decidí que me gustaba la idea de que algo tan místico como la línea que divide al planeta Tierra en dos estuviese escondida, resguardada de los cientos de turistas que pisotean aquella falsa línea amarilla todos los días.

Mientras nos alejábamos de la (falsa) Mitad del Mundo para acercarnos al volcán, Carlos compartió con nosotros todo tipo de historias sobre su adorado Quito. Nos habló de gobernantes corruptos, de violaciones a la libertad de expresión, y nosotros respondimos con nuestras propias críticas a la Argentina. Pero luego nos comenzó a narrar leyendas locales, y ahí dejamos de criticar y comenzamos a escuchar. La primera que nos contó fue la historia de Cantuña, un hombre que realizó un pacto con el diablo (¿recuerdan esa escultura que daba la bienvenida a nuestro hostel?). Al parecer, hace muchos años en la ciudad de Quito este hombre se había comprometido con la creación de un gran atrio para la Iglesia de San Francisco, pero al acercarse la fecha de entrega Cantuña comprendió que jamás la terminaría a tiempo. Desesperado, recurrió al Diablo, ofreciendo su alma a cambio de que el atrio quedase terminado. Sin embargo, al ver la rapidez con la que trabajaban los diabilillos Cantuña se arrepintió, así que tomó una de las piedras y le escribió "aquel que tome esta piedra y la ponga en su lugar reconocerá que existe un solo Dios y que está por encima de todas las criaturas." Así es como el Diablo fue engañado, por que en el momento en el cual intentó terminar con la obra no pudo, evitando que podase llevarse el alma del hombre astuto.

La segunda de las historias resultaba un tanto más aterradora: era sobre un toro que en una corrida por la Plaza de la Independencia se enamoró de una niña, y la persiguió hasta su casa en la cual la envistió. Me pregunté si acaso todas las leyendas ecuatorianas serían tan sombrías, pero también reconocí lo mágico en la manera en la cual la ciudad se tapaba con ellas, es esculturas y símbolos. Quito se aferraba a sus historias y a su pasado autóctono, una magia que le falta a Buenos Aires.

Llegámos así a Vulqano Park, un pequeño parque de diversiones en el borde del teleferico que da acceso volcán Pichincha. Comenzamos la subida hacia el TelefériQo, pero cada paso que dábamos conseguía sentir como mi cuerpo comenzaba a simular los efectos de haber corrido una maratón. La cabeza me pesaba y el estómago se me revolvía, y cuando pedí detenernos Carlos explicó lo que sucedía. Quito se encuentra a cerca de 3.000 metros sobre la altura del mar. Buenos Aires se encuentra a 20 metros. Digamos que eso que viven diciendo sobre los problemas de "correr en la altura" no es ningún chiste.

El TelesferiQo es uno de los más altos del mundo, y para el momento en el cual nos arrastramos fuera de él nos encontrábamos a los 4000 metros de altura. Se desplegaba delante nuestro un mirador de toda la ciudad y de la belleza que la rodeaba: Quito no era más que una serie de puntitos blancos acunada entre las montañas y el verde. Para el otro lado nacían tres caminos de tierra, cada uno de ellos prometiendo llegar hasta el volcán Pichincha en un mínimo de tres horas. Los pies pesaban mucho y las cabezas latían: cada paso que dábamos se convertía en un esfuerzo. No hubo más que promesas de vuelta y sugerencias de la próxima darnos unos días para aclimatarnos mientras despedíamos al volcán, ya subidos al telesferico para regresar.

El día continuo mientras nos despedimos de Carlos en la entrada de la Basílica del Voto Nacional. No soy fanática de ninguna religión, y si pertenezco a alguna definitivamente no es la católica. Sin embargo, no puedo evitar lo mucho que me fascina visitar iglesias antiguas, escuchar sus historias, sentir la calma que algunas albergan. Quizás envidio de alguna manera el llamado que cientos sienten hacia ellas para desprenderse de sus alegrías y penas. Quizás las transito esperando alguna revelación que me de a entender que me estoy perdiendo de algo. La basílica era de aspecto gótico (por lo poco que entiendo de arquitectura) y la conformaban dos torres, ambas cerradas por supuesto. Nos dedicamos entonces a lentamente recorrer sus pasillos en penumbras, tocar sus piedras, absorber lo poco que pudimos de su historia.

Cuando ya no quedaron adoquines sin pisar, pedimos un taxi y nos dirigimos a la Plaza de la Independencia, una parte relativamente central de Quito, y nos sentamos en los

imponentes escalones de la Cateral Motropolitana de Quito con un mapa abierto. Ya era demasiado tarde para visitar la casa del gobernador o Palacio Carodelet, que se alzaba blanco e impecable a nuestra izquierda, asi que optamos por atacar el resto de las iglesias. Arrancamos por la de San Francisco, aquella que había protagonizado la historia de Carduña y el Diablo, pero suspiramos al encontrar sus puertas cerradas. Esto nos llevó a entrar a la Iglesia de la Compañía, probablemente el lugar que más recordaré de todo Quito.

Desde el momento en el cual uno cruza la entrada de piedra gris tallada de la Iglesia de la Compañía lo primero que ve es dorado. Con la mayoría de sus interiores cubiertos en pan de oro, la iglesia es la mezcla de una combinación de los estilos barroco, morisco y churrigueresco, los tres conocidos por su amor al recargue de detalles y figuras geométricas. El resultado, es una obra maestra que cuenta millones de histórias en cada rincón, pero no intentaré" le dije a mi papá, y seguimos viaje para conseguir esos sandwiches. de perder tiempo o palabras tratando de recrear su belleza: hay cosas que simplemente hay que verlas para entenderlas. De todas formas, las fotografías estan prohibídas dentro de la iglesia (esto es común en Quito, como también lo es que te cobren la entrada al pasar) por lo cual sus detalles dorados y geométricos solo existen borrosamente en mi cabeza. Lo que sí puedo contarles es la presencia de la Dolorosa, que la iglesia sufrió un grave incendio que llevo a la reconstrucción de gran parte de su interior, y que también están en exposición las campanas del campanario. El resto tendrán que viajar a Quito y pagar los 8 dólares para averiguarlo. Salimos de la Iglesia fascinados por el exceso de información que acabábamos de recibir y nos dirigimos a la Plaza de la Independencia para conseguir algo para comer. Sin embargo, el momento en el cual advertí las calles de Quito, con sus mujeres vendiendo desde máquinas de coser hasta mandarinas y sus manifestantes reagrupados en la plaza, me tomé un momento para reflexionar de la misma manera en la que lo había hecho en la Ciudad de Panamá un par de años atrás. Ahí habíamos visitado una iglesia con un altar de oro en el medio de una zona muy humilde, y hoy salíamos de una iglesia bañada completamente en oro para chocarnos con una realidad gris como la piedra tallada que la cubría. "Que cosa loca el hombre" le dije a mi papá dandole otro mordisco a mi sandwitch.

Una vez recargadas las energías, la Iglesia Metropolitana de Quito fue nuestro último destino, y la recorrimos con los ojos igual de abiertos que cuando transitamos las otras dos. Pero esta vez no fueron los detalles en la pared lo que captó nuestra atención, si no los destinos a los que nos llevaron distintos pasadillos que tomamos. Desde la biblioteca Arzobispal, que nunca llegué a entender si se suponía que podíamos estar ahí, hasta la galería de las ropas de distintos miembros ecuatorianos de la Iglesia, el lugar se asemejaba más un museo que a un destino para las plegarias.

Nos encontramos caída la tarde una vez más en la famosa Plaza de la Independencia, sentados en el suelo mientras observábamos a los turistas pasear y a los árboles con sus copas rosadas hacerle sombra a los monumentos. Mi papá siempre me resalta la importancia de este ritual: de frenar un poco el recorrido y simplemente sentarse a absorber la ciudad. Uno a veces se encuentra tan preocupado por llegar a todos los puntos del itinerario que se olvida que no esta paseando por una galería interactiva; uno esta de visita por una ciudad, que como toda otra, tiene su gente, sus problemas y sus leyendas. Viajar significa intentar absorber estas problemáticas y bellezas, mezclarlas con nuestra propia cultura para lograr recrear una enseñanza, algo que nos sea imposible dejar en Quito por que nos lo llevamos a casa.

Al sol todavía le quedaba media hora para esconderse, asi que comenzamos a caminar sin rumbo. Recorrimos las calles comerciales de la ciudad. Nos quisieron vender desde papel higénico hasta naranjas, pero nuestro mejor descubrimiento fue una pizza de aspecto misterioso que decidimos para la cena. Cansados (y luego descubriríamos, también insolados) volvimos al hotel con los corazones llenos y las cabezas todavía un poco revueltas por la altura. Asi nos despedíamos de Quito, una ciudad que no hubiésemos dejado sin visitar pero agradecíamos no tener más días para gastar en ella. Una ciudad de árboles rosados pero veredas sucias, de iglesias de oro pero vendedoras de mandarinas en la entrada, de blanco en las paredes pero verde en los alrededores, de leyendas y rezos, de palacios para los gobernantes pero reclamo en las bocas del pueblo. Una ciudad de contrastes, así como también lo son todas sus vecinas de Latino América.

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