CRÓNICAS DE LAS ISLAS GALÁPAGOS: PLAZAS
- Micaela Chutrau
- 21 jun 2016
- 10 Min. de lectura
La tierra atardecida

Luego de la experiencia en Isabela la pregunta que teníamos para hacernos era obvia: ¿van a ser así de traumáticos todos los viajes en bote? Poco me hubiese importado si la respuesta era afirmativa, la belleza de Galápagos justificaba cualquier revolcón de estómago; pero nuestra suerte probo ser distinta. Sacamos el paquete para las Plazas mitad emocionados mitad dudosos, ya que aunque las fotos y la información en mi cabeza prometían mucho, tenía un precio superior al resto de los programas. Acostumbrados a la maldita y odiosa maquina de tortura que había sido la Esplendor (el bote destartalado que nos llevó a Isabela causando mis 6 episodios de vómito) no podíamos creer nuestros ojos cuando aparecimos en una embarcación de primer nivel. Así los asientos peligrosos fueron reemplazados con ir tirados en la parte delantera del barco tomando sol cual video clip y los sandwiches de todos los días fueron reemplazados por una especie de buffet. "¿Qué es esto?" nos preguntamos con mi papá, mitad culpables por abandonar la aventura, mitad ya encontrando la manera de llegar a la cubierta para tirarnos al sol como los lagartos de Tortuga Bay (o como los lobos marinos, mejor dicho). En nuestra defensa, esta es la única manera de llegar a Plazas: si bien hay islas mas populares (por su tamaño, no por la calidad de sus actividades) hay otras un tanto mas "exclusivas", a las cuales tratan de limitar el tamaño y número de embarcaciones que llegan. Plazas es una de ellas, y todo sobre el tour parecía obedecer la regla.
Pronto nos encontramos compartiendo anécdotas y críticas a nuestra querida Latinoamérica con una madre que viajaba con su hijo rosarino y tres primas chilenas que viajaban con su abuela (la cual no tenia ningún problema en seguirles el paso o los chistes).
El viaje se hizo corto, entre risas, salpicones y el esplendor del mar con sus islotes desplegándose delante nuestro; y antes de que nos diésemos cuenta ya estábamos esquivando cangrejos para descender sobre una de las Plazas. Hay una característica que reina en todas las costas de Galápagos por más mutables que sean los paisajes: aquellas lava volcánica oscura, casi negra, peleando contra el mar turquesa espumoso. La diferencia entre una isla y la otra es qué aparece sobre aquellas rocas, y las Plazas (Norte y Sur) tienen probablemente uno de los paisajes más memorables. Pisamos el territorio persiguiendo una postal, un capricho, una foto prometida de una tierra colorada plagada de lagartos que acosa el Internet cuando la palabra "Galapagos" es escrita en el buscador. Así es como fui

recordada una vez mas que las fotos que había visto no mentían, más bien no llegaban hacerle justicia al lugar.
El momento en el que uno pisa las Plazas es como si el mundo se diese vuelta: brotan de entre la tierra los colores del atardecer, mientras que en el cielo las nubes dibujan espirales como la espuma de un mar en calma. La población se basa en cáctuses, lagartos y cangrejos. Entre medio de todo eso nos encontrábamos nosotros los invasores, intentando no irrumpir la calma o la armonía del paisaje mientras transitábamos el camino seleccionado. Una vez más la evolución probó ser fascinante: no solo los animales no parecían advertir nuestra presencia, si no que esos mismos lagartos que habíamos visto mimetizar sus escamas negras con las de las rocas de Isabela, tenían ahora los mismos tramados que podíamos observar en el suelo rojizo. Nos observaban, quietos pero tranquilos, desde las copas de los cáctuses o desde los costados del camino. Yo comencé a tentar a la suerte, fotografiándolos cada vez desde más cerca, casi abusando de su hospitalidad. Nos enterarÍamos mas tarde que hay un tercer tipo de lagarto de colores azules y rojizos en la isla de Floreana, y que cada uno de ellos no es más que la evidencia física de la evolución de una especie que se funde con su entorno como una pincelada más de una obra impresionista.
Dejamos atrás las Plazas y con algo de resistencia volvimos al lujo que significaba nuestro transporte del día. Ahí nos recibiría un almuerzo delicioso, que comeríamos mientras el ritual del intercambio de historias volvía a ejecutarse. La política y los aumentos se asomaron en el horizonte un par de veces, pero era difícil concentrarse en lo malo y en las críticas a los gobernantes cuando nos rodeaba tanta belleza. Por un momento dejaban de protagonizar nuestras mentes las estáfas, la corrupción y la inflación: acá, en las Islas, solo había lugar para animales, atardeceres y la próxima aventura.
Nos encontramos de repente en algún punto de Pinzón, con el Capitán repartiendo snorkels y las ropas siendo olvidadas en algún rincón del barco. El terreno se basaba en una especie de pileta natural, cuya formación rocosa hacía que el agua que compartíamos con un par de pecesitos nos llegase por los hombros y a veces por la cintura. Pero a medida que nos alejábamos de la costa las rocas descendían, y si nadabas lo suficiente podías encontrarte frente a frente con la inmensidad del mar. ¿Alguna vez se tomaron el tiempo para pararse en la cima de una montaña y observar el horizonte? Bueno, esta a años luz de asemejares a lo que uno siente cuando esta frente a frente con el mar abierto. Un azul que se extiende hasta el infinito, dejando filtrar un par de rayos de sol entre su espesura, capaz de ocultar en la distancia cualquier tipo de criaturas. Uno mira un horizonte o un cielo lleno de estrellas y se siente pequeño frente al Universo, pero nunca espera alcanzar a ver más que el sol escondiéndose o una estrella fugaz pasando a saludar. Uno mira el mar con la cabeza sumergida y siente el silencio, siente la calma; pero los nervios igual se estremecen ante la posibilidad de que cualquier criatura emerja de entre el azul y lo sorprenda a uno fuera de su elemento. Y eso fue exactamente lo que ocurrió.
Me encontraba nadando sola, bordeando la isla, haciéndome la que no escuchaba a los marineros del barco pidiéndome que no me alejase tanto. A mi derecha las rocas con coloridas plantas marinas escapando de entre sus grietas y pequeños peces juguetones; a mi izquierda un abismo azul. Lo sentí venir antes que apareciese, ya sea por alguna especie de sexto sentido de supervivencia o la conciencia de que uno esta nadando en el habitat de todo tipo de criaturas, pero aún así cuando el tiburón apareció respiré tan profundo que trague agua. Me gustaría poder contar como observé desde lejos a la bestia que nos habíamos estado jactado de estar buscando hace ya dos días, absorbida por la gracia del depredador. Pero la realidad es mucho menos poética: en el momento en el que lo divisé di media vuelta y patalee hasta alcanzar a mi papá. "¡Hay un tiburón!" le grité agitada, escuchando como los marineros desde el barco estallaban en risas. La reacción de mi papá fue, no se si poética, pero sí merecedora de ser mencionada: prendió la cámara y nado a toda velocidad al lugar que yo señalaba asustada.

Ahí estaba yo, sumergida en una de las situaciones más irreales de toda mi vida, y sin embargo pocas veces me había sentido tan presente como en el momento. Me quede sola, flotando al costado de aquel precipicio, todavía agitada. Y ahí me di cuenta de lo que estaba ocurriendo: había un tiburón nadando a pocos metros míos en un área en lo que lo más emocionante que había encontrado habían sido peces de 10cm, y yo lo estaba evitando. Respiré profundo y, batallando para que el sentido común no venciese, me sumergí una vez más bajo el agua y nadé por el mismo lugar que había escapado. Así lo perseguimos al tiburón mi papá y yo, respetuosos y a la distancia. Observamos sus 2 metros de piel gris lisa y su mirada tenebrosa hasta que desapareció dentro del abismo que yo tiempo atrás había mirado con desconfianza. Había leído varias veces la mala fama que tienen estos seres, una victima más de los estereotipos hollywoodenses que tiempo atrás los dibujaron como los malos de la película. Había leído también que anualmente había mas ataques de delfines que de tiburones en el mundo. Había leído que nuestra ignorancia y miedo irracional permitía que se los cazase y torturase casi indiscriminadamente, utilizando sus aletas para producir maquillajes y otros productos. Claro que en ese momento mientras lo seguíamos ninguna de estas cosas me vinieron a la mente. "Bajo el mar los problemas desaparecen, solo hay un acá y ahora"; las palabras de Reneé retumbaron en mi cabeza.
Para las dos de la tarde, cuando el crucero se amarró al mismo puerto de Santa Cruz donde días atrás habíamos descargado las valijas, ya podía sumar las Plazas con su suelo de atardecer y el encuentro con un tiburón a mi lista de anécdotas diarias, pero las Islas probarían no haber saturado su stock de sorpresas. Estaba conversando con las primas chilenas mientras los marineros amarraban el barco cuando el cielo se volvió negro. Desconcertadas, alzamos las miradas para descubrir que lo que había tapado el sol no era una nube, si no que la bandada de pájaros más grande que había visto en mi vida. Surcaron como una sola ola de un río enfurecido por encima de nuestras cabezas, y al llegar a la orilla rotaron hasta el cielo. Nos quedamos boquiabiertos, observando a esos cientos de seres perfectamente coordinados llegar hasta el borde de las nubes, para luego desplomarse con igual coordinación hasta caer al agua como una cascada torrentosa. Giramos nuestras cabezas hacia el agua, y ahí descubriríamos la respuesta a semejanto espectáculo: un cardumen de millones de pecesitos, pasando por debajo de nosotros. Mientras observaba los pájaros disfrutar del festín, pensé en como jamás podría cansarme de estas islas y sus maravillas.
Cuando nuestros pies tocaron la tierra nuevamente mi papá y yo nos encontramos con una decisión: era apenas pasado el mediodía y

tres horas para gastar antes de que todo cerrase. No era suficiente para ir a visitar El Chato (la sección húmeda en la que siempre esta lloviendo en la mitad de la isla, hogar de las tortugas gigantes), pero sí para sacarnos las ganas de ir a Las Grietas. El taxi nos tiró en Puerto Ayora y sin perder ni un segundo echamos a correr hasta el muelle. Un recorrido de medio minuto de taxi acuático nos cruzó del otro lado y pronto nos encontramos cruzando el mismo bosque de cáctuses que nos había dado la bienvenida el primer día. Caminamos los mismos diez minutos de vegetación y lagos pantanosos, hasta que los cáctuses se abrieron de par en par para mostrar un mar de turistas. Ah, y debajo de todos sus cuerpos, Las Grietas: dos paredes de rocas y seis metros de separación para rellenarlas de aguas turquesa. Pero por primera vez no fue el paisaje lo que me cautivó, si no la montaña de mochilas y bolsos que descansaban sin supervisión alejados de la orilla. Como argentinos, es más natural animarse a nadar con un tiburón que traicionar los instintos al dejar la billetera y las cámaras tiradas por ahí. Nos había advertido Judy sobre la seguridad de las Islas, pero no parecía haber ningún oficial para reforzarla: era como si la seguridad proviniese de un pacto tácito entre todos los turistas, los locales y la naturaleza. El agua turquesa terminó por ganar la competencia, y resignados dejamos todas nuestras pertenencias en algún costadito de piedra libre que encontramos. teníamos tres días en las Islas y creo que en esos tres creía ya haber nadado más que en toda mi vida, pero sin embargo cuando saltamos dentro de aquella pileta sin más asistencia que un snorkel roto demostré no tener el entrenamiento suficiente. Mentalmente me imaginé las Grietas como una suerte de pileta natural, y gran fue mi sorpresa cuando descubrí que debajo de aquella superficie turquesa había un abismo semejante al mar abierto con el que me había enfrentado hace tan solas unas horas. Luego de una fuerte pataleada y esquivada de los turistas y locales que insistían en intentar trepar las rocas resbaladizas para saltar nuevamente dentro del agua llegamos a una muralla de piedra. Pero esta ninguna muralla artificial: las rocas estaban dispersas, creando minúsculos piletones, pero sus bordes cortaban filosamente y caminar sobre sus superficies musgosas resultaba un desafío no del todo seguro. Mientras yo y mi padre batallábamos contra la naturaleza, se me acercó un joven local que había visto parado despreocupadamente en las rocas. Me pregunto de donde éramos y qué me parecían las Islas. Luego pasó a explicarme que por debajo de la misma muralla de piedras que me encontraba cruzando se extendían una serie de túneles, y que el mismo, habiéndose criado en la isla, se dedicaba a encontrar nuevas formas de llegar de un lado de la muralla al otro. "A veces me meto por un túnel nuevo, y cuando llego al fondo me encuentro con una pared, entonces tengo que dar la vuelta como pueda y escapar antes de que se me acabe el aire". Mientras batallaba para no cortarme con las rocas volvía a ponerse sobre la mesa la eterna discusión de la elección de vida: ¿qué valía más? Jactarse de haber sido el conquistador de todos esos túneles submarinos o nominarse como el que le había conseguido un trato a su empresa por una suma de dinero importante. Monetariamente la respuesta era obvia, pero, por más que hay que poner el pan en la mesa, me divierte pensar que en la vida hay más cosas que el dinero. Este hombre nunca sería ni gerente, ni abogado, ni médico, ni dueño de Google, pero con supervisar a los turistas podía ganar lo suficiente para sustentar a su familia y después, cuando el telón se cerraba, le quedaba este paraíso para él solo aventurarse. ¿Se justificaba criticarlo o pensar menos de él por no estar ahorrando dinero para viajar y buscar más cuando ya era conquistador nato del lugar que, por ejemplo, mi papá y yo habíamos tenido que ahorrar para poder visitar por 10 días? Dejo la pregunta abierta.
El jóven se ofreció en mostrarme a mi papá y a mi los túneles, y así de su mano descendimos dos metros bajo el agua para cruzar la muralla por debajo. Pensé en cómo no debía haber mejor manera de gastar los años. Mientras volvía a la orilla, a medida que la playa comenzaba a evacuarse, mantuve la cabeza sumergida en el agua helada. En el fondo del abismo, el sol se filtraba por el agua transparente, y rebotaba en las rocas del fondo para estallar en un gigantesco resplandor. "Esto se debe sentir mirar a Dios" le dije a mi papá mientras salíamos del agua y recobrábamos nuestras pertenencias. No lo escuché contradecirme.
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